Imágenes
Te acabas de levantar y vas hasta el baño. Luego de orinar, enfrentas el espejo. Te miras sin observarte, sólo echas un vistazo para comprobar que estás allí. Te mojas la cara y aparecen los gestos, el reconocimiento. Piensas: “¿Qué tal estoy?” Te pasas una mano por el pelo, luego las dos juntas, y observas la curva del cráneo, que sube hacia atrás, desde donde emergen pelos cada vez más ralos y canosos.
Y de súbito, esa imagen que entra como un choque eléctrico en tu cerebro. Un negativo fotográfico aparece detrás del color de la piel, y comienzan a brotar las líneas de la calota, las sombras de los huesos del cráneo, que, uno por uno, van delineándose, hasta que al terminar de afeitarte, contemplas tu nueva imagen, la de una perfecta, brillante y perecedera calavera.
Formas
No sé si puedes definirlas con otros términos que no sean calaveras y cerebros. Pues al abandonar el espejo, viajas hacia arriba y te percibes como un cerebro dentro de su caja, rosado, corrugado en sus circunvoluciones, friable, fugaz, potente y palpitante. Contenidos y cajas. ¿Cómo te explico que te están escribiendo desde el contenido de otra caja y que ahora, desde tu contenido, le deberás dar forma a ella, para que adquiera otra dimensión, más personal, más real? Porque ella deberá asimismo contenerse en su propia caja, ya que no es una sola en sí misma para nada. Me explico y te explico: La jaula que la contiene, la protege, la cubre y por momentos la encierra, no existe como tal. La conforman sus variados personajes tomados de la mano. Si ha buscado a Fernando Bringas por filosofía, quiere decir que ya “ellas” es una adelantada. Cuenta con un nombre y un rumbo. Si puede definir claramente lo que gusta y lo que desprecia, lo que resalta y lo que ignora, sus odios y sus amores, sus amigos y sus enemigos, sus blancos y sus negros, te diré que “ellas” ya ha recorrido por lo menos la mitad del camino.
La otra mitad deberás mostrársela tú. Se encuentra al alcance de tu mano. Insospechadamente próxima.
No temas, no te abandonaré. Trabajaremos juntos.
Visiones
En un parque, al atardecer, luego de un día lluvioso. El barro y los charcos impiden acercarse al borde del lago, que refleja un cielo crepuscular y luces anaranjadas de lámparas de antigua figura. Más tarde, el agua quieta, ya mercúrica, reflejará los automóviles alejándose de la ciudad. Los eucaliptos, añosos, húmedos y descascarados descargan desde sus hojas, con la brisa que se ha levantado, los racimos de gotas que las cubrieran más temprano. Alguien pasea. Alguien pasa trotando y resoplando. Alguien pesca allá al borde del agua, mientras de otro se adivina el rasgueo de su guitarra. Y desde una radio, Mendelsssohn elabora al piano sus ”canciones sin palabras”. Desde el mate, la amarga esencia deja en la boca una dulce y extrema gentileza: ¡qué pretexto sublime! ¡qué anfitrión experimentado!
Luces, crepúsculo, árboles quietamente empapados allí, antes del agua, la música suave y el mate que va y viene, y ustedes, descubriendo identidades y visiones de ensueño. Allí están, primero en el diálogo, que presto languidece. Luego en las manos que se entrelazan, en esa cabeza agotada que busca, como un niño, el contacto que hurgue en sus cabellos y le digite la forma de la caja, esa agotada forma que busca un hueco en tu hombro, o allá abajo, en el muelle de una pierna...La música lo dice todo. Contemplas el avance del atardecer, con una sensación liviana que te suspende, como si flotaras entre nubes. Ella se vuelve y te mira con ojos muy brillantes y enormemente claros. Le devuelves el llamado, estirando el tiempo hasta la irritación. Se incorpora y ya tus dos manos, como recogiendo agua de una fuerte, atraen desde ambas mejillas esa boca, para ser bebida por primera vez, ese cuello para ser besado hasta la exasperación, esos hombros para ser abrazados con colosal delicadeza, y vuelves a esos ojos, dilatados en su abismal claridad, abiertos por primera y única vez para ser profundamente explorados...
A medida que la noche se aproxima, el deseo imperioso lucha por imponer su propio criterio de identidad. Pero el contacto es más dulce, más suavemente exquisito cuando se sabe fugaz, cuando la promesa adquiere viso de certidumbre, casi de realidad. Y la sensación percibida como visión de identidad, única, adquiere la presencia sólida del “deber ser”, porque en ella nada se ha perdido, ni el más mínimo porcentaje ha sido mutilado. Nunca creíste que volverías a ser “tú mismo” de esa manera tan íntegra, tan real, casi abusiva, adquiriendo al mismo tiempo, como dijo alguien, la levedad de la pluma y la densidad del mercurio. En los ojos de ella reconociste el color del amanecer en ese crepúsculo de aguas y fuegos. También ella había abandonado la jaula de brazos encadenados, y parecía haber recobrado alguna identidad perdida luego de viajar por espacios siderales en la noche de los tiempos, y su esencia intentaba brotar, incontenible, por todos sus poros. Tú intuías que no podrías contener ese caudal en tan breve y circunstancial momento, y también que ese caudal era tan valioso que no debía perderse una sola gota de su esencia. Debía, por lo tanto, ser celosamente guardado...
Con una palabra en forma de pregunta, comprendiste que era ya tiempo de partir.
Presencias
Adentro de ellos, una multitud de personajes pugnaba por salvarse, pretendiendo salvarlos, sin duda para persistir. Y gritaban su vitalidad a los cuatro vientos, como el canto que el aliento de la noche arrancaba de los árboles encrespados con húmeda impaciencia. Gritaban esos personajes porque simplemente temblaban de miedo, porque un miedo primitivo y extraño los poseía, porque, en definitiva, adivinaban el final. Pero no era tiempo de muertes sino de transfiguraciones. De lentas pero irreversibles transformaciones, permitiendo que el constructor trabajase durante la noche, porque es en el tiempo oscuro, alejado de la luz, entre el ocaso y la aurora, en la profundidad de los sueños imposibles, donde los fantasmas y las sirenas se funden en abigarradas presencias, indistinguibles aún, mientras los dolores antiguos no cejan en su empeño por habitar los arcanos reductos. Tan dúctil y serena avanza la mutación como violenta resulta la marea bajante; áspero retiro por improbable retorno. Estruendo de portazos y palabrotas gritadas al sereno en el medio de la nada, mientras desde el interior del hogar la pálida luz atrae con la fuerza íntima de la música de un póstumo Schubert. El llamado se vuelve trascendente certidumbre al incorporar en su hondura tanto las frutas obscenas como al dolor mutilado. Entonces, hay un quejido breve y un movimiento de bruscas sacudidas. Luego regresa la calma, mientras el trío nocturno acaricia la única presencia con sus rítmicas, nostálgicas y sedosas notas arpegiadas.
Vivencias
Vivir no resulta una cuestión simple, si por ello se entiende huir del aburrimiento que produce la rutina del diario retumbar de monótonos y conocidos flujos de pensamiento. Si por ello se entiende aprender a quitarse la coraza, sin necesidad de arrojarla definitivamente a la basura. Y sentir sobre la piel, aunque más no sea por un ratito, el goce que produce el soplo del aire nuevo.
Vivir no resulta una cuestión simple cuando al hacerlo ponemos en riesgo la propia identidad, en un juego constante al borde de un abismo insondable.
Vivir no resulta una cuestión simple cuando abrimos la casa de par en par, y la ventilamos a fondo a través de sus puertas y ventanas.
Porque frágil y vulnerable, la vida se ofrece para ser tomada con suavidad pero a manos llenas. Y lo poco que te quede de ella al escurrirse entre tus dedos su mayor parte, es tanto o más valiosa que tu o su propia identidad, que tus o sus múltiples identidades.
Identidades
En definitiva, cuando tomaste entre tus manos la cara de ”ellas” y bebiste de sus labios, era la esencia de la vida la que fluía entre ustedes, y el dolor de “ya no ser” que los inundó luego como una luz cegadora, tomó la fuerza de una viva certeza. El alumbramiento de una nueva identidad, como un cambio de piel, les impedía entonces reconocerse. Todavía. Se miraron largamente. Algo que estaba mucho más allá del miedo se había derramado generoso sobre sus cajas y contenidos, como un bautismo simultáneo de Eros y Tánatos.
Alguien dijo que quien bebe de las aguas de un río de la antigua Babilonia, se torna inmortal. No sabía que el agua de la inmortalidad no se bebe de los ríos que huyen sin fin, ni de la que cae del cielo con la lluvia, ni de la que golpea en la playa con las olas que se repiten, que nunca envejecen...
Tú y “ellas” lo comprendieron así en ese crepúsculo húmedo de sueños y lluvia ya caída , alumbrados por tímidas bujías que se reflejaban en el espejo del agua lejana y quieta, acompañados por adustos y empapados eucaliptos y paseantes esporádicos y silenciosos.
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