Quebró la oscuridad de la noche sin estrellas como una herida de luz sobre un lienzo negro,dejando una cicatriz de claridad en la pupila del hombre. Pensó que así había sido la llegada de ella a su vida, instántanea, rotunda e hiriente, rompiendo sin contemplaciones la negrura de su soledad irradiándola de su presencia. Que desconcertado se había sentido; él, que estaba tan acostumbrado a las ausencias, ahora se veía atrapado en aquella compañía tan inesperada y tan desestabilizadora de su rutinaria vida.
Había llegado con su menudo cuerpo envuelto en un abrigo infinitamente grande, las puntas de unas botas también demasiado enormes para los pequeños pies asomaban tímidas y gastadas entre los pliegues de lana azul que barrían el suelo; su temblorosa mano le tendió una carta mientras los timoratos ojos no se atrevían a dejar de mirar las baldosas del suelo. Arrebató con rabia el sobre de los huidizos dedos y lo abrió, leyó una vez y miró ceñudo aquel ser perdido entre las arrugas de unas ropas que lo ahogaban y protegían a la vez; con un gesto de cabeza hizo que lo siguiera por el pasillo de aquella tétrica y triste mansión, le enseñó una habitación, los ojos de ella se abrieron como platos al ver aquella cama con dosel,le señaló una puerta y con voz grave le gruñó una frase de que se asease mientras él preparaba la cena.
Abrió el grifo del agua caliente y puso el tapón de la bañera, mientras se llenaba buscó toallas en el armario, se desnudó y se metió en la tibia espuma que estaba a punto de rebosar; se quedó adormilada, no recordaba cuando había sido la última vez que se había encontrado tan a gusto y estaba disfrutando de ello cuando entreabrió los párpados y de sus labios surgió un grito , allí estaba él, de pie, con un cuchillo en la mano,en su mirada un brillo de picardía al darse cuenta de la imagen que la pobre chica había visto, le dijo que la cena ya estaba y que bajase antes de que se enfriase. Cenó con avidez todo lo que él le ponía en el plato, parecía que su estómago fuese un agujero negro devorando hasta la última migaja, él apenas probó bocado, se limitó a observar con una media sonrisa como ella hacía casi innecesario tener que fregar los platos.
Pasó el tiempo y el gesto adusto y taciturno de él se transformó en una sonrisa amable en una boca cada vez más acostumbrada a reir; ella también cambió, su espalda ya no andaba encorvada ni sus pies se arrastraban sin fuerza por el suelo, ahora saltaban y brincaban sin cesar por la casa, por los jardines y por los bosques de alrededor.
Los bosques , con aquellos ancestrales árboles, inamovibles, casi eternos, enraizados a las entrañas de una tierra que los alimentaba, que los hacía fuertes e inquebrantables.
Inquebrantables, que falsa imagen, que mentira tan traidora, bastó una noche de tormenta para que la fragilidad de esa centenaria madera quedase en evidencia. Un simple rayo, un traidor relámpago desatando toda su energía sobre uno de aquellos árboles, convirtiendo su tronco en un gigantesco asesino en llamas. No sufrió, sólo oyó el estruendo del techo cayendo sobre ella seguido de la madera medio carbonizada, no sintió dolor cuando su cuerpo ardía convirtiéndose en cenizas con la habitación...
...La cicatriz de luz en aquella noche oscura reflejada en su pupila se empañó en la acuosa salinidad de una lágrima. Una lágrima que recordaba aquel relámpago de alegría que había iluminado su noche de tristeza.