La lluvia repiqueteaba sobre los adoquines como si fuese una letanía invocadora del miedo y la inquietud. Se hundió más si cabe en su gastado y triste abrigo en un vano intento de protegerse del agua, con temor miró hacia atrás para luego observar un cielo gris por las nubes que descargaban sin piedad su acuoso contenido. Aceleró el paso cuando un rayo quebró la oscuridad que se cernía sobre la ciudad, una ciudad de calles vacías, de tiendas cerradas, de ventanas atrancadas, de farolas apagadas; una ciudad fantasma. Una ciudad bajo la lluvia.
Cayó otro relámpago, el ruido del trueno le hizo comprender que la tormenta eléctrica estaba cada vez más cerca, se cernía sobre su cabeza, amenazante, intimidatoria. Aceleró aún sus pasos, más que pasos zancadas pues sus piernas ya no podían abrirse más a cada pisada; su cara se iluminó con una sonrisa de triunfo cuando observó la puerta de su casa a través del acuoso telón. Pero el triunfo de la llegada se truncó, su pie resbaló en una baldosa gastada y húmeda, cayó de espaldas, sentía el suelo mojado empapándole la espalda, el abrigo había quedado extendido bajo su cabeza, su cuerpo estirado tal largo como era, sus extremidades extendidas y separadas, su boca abierta saboreando involuntaria las gotas, sus ojos contemplando llorosos la lluvia que caía mientras permanecía inmóvil, sin poder levantarse ...
... El sol amaneciente acariciaba los adoquines secándolos de la tormenta del día anterior, poco a poco reemplazaba con su luz a las frías sombras de las calles llenándolas de la tibieza de la mañana. En su camino uno de sus rayos se reflejo en un ojo, ojo opaco y sin vida como sin vida estaba el rostro que ahora iluminaba por completo, rostro desencajado en un vano intento de vaciar la boca del acuoso contenido que lo había ahogado. El sol impasible secó aquel charco humano y siguió su camino.