Huérfano, así te llamaba la vieja amargada y desdentada que te crió, ni siquiera te dio un nombre, por eso te llamaban de esa forma también los demás. Fueron días difíciles a su lado, eras apenas un niño pequeño y ya sabías que era ese desesperante y desgarrador dolor en el estómago llamado hambre, también a esa tierna edad ya habías sufrido muchas veces la tortura sádica que ella llamaba castigo. Por qué te odiaba tanto si tú eras un niño entusiasta y amable, un poco travieso, tal vez, pero siempre optimista y risueño, a pesar de la adversidad. Era eso, no soportaba tu alegría, cuando te encontró pensó tener con quien compartir su amargura, un semejante, un igual, alguien más desdichado que ella; en cambió, tu presencia la hacia verse ridícula, pasabas hambre y sufrimientos diversos; pero nunca te entristecías, ella a tu lado se veía aun más amarga, triste, vil. Por eso cuando pudiste, huiste de su lado, corriste sin rumbo y nunca miraste hacia atrás.
Vago, te llamaron las familias que te acogieron luego de tu huida. Primero estaban felices con tu presencia, los alegrabas con tus chistes y tu comportamiento desvergonzado, te llamaban bufón por un tiempo, hasta que tus descuidos, desidia y franco desinterés por todo lo que consideraban ellos importante, los aburría y hastiaba. Vago, vago, te decían y tú volvías a huir. Lo que más odiabas es como te miraban con esa mueca de reprobación y suspicacia.
Loco, te llamaban toda esa fauna variopinta de exiliados que fueron tus maestros en sobrevivencia, gracias a ellos aprendiste a supervivir en el monte, comiendo vizcachas, plantas y como no robando. Los guerreros te enseñaron a defenderte de los zorros y pumas y, principalmente, de la gente; los ermitaños, a comer algunas yerbas y a curarte con ellas; los bandidos, a robar. Loco, como se atrevían a llamarte así justamente ellos que eran la representación extrema de la excentricidad. Era, tal vez, porque no te veían como a un igual, incluso para ellos eras un ser del que no había que fiarse.
Por ello, cuando te empezaron a llamar Huatiacuri, te gustó. No era un nombre, es verdad, era más bien un apodo; pero era lo más cercano que estuviste de tener uno. Además, no era tan ofensivo o insultante como las otras palabras con las que te denominaron. Huatiacuri, el hombre de las papas, el hombre pobre que solamente come papas asadas, no estaba tan mal.
|