Llevo mi cuerpo cubierto de cicatrices. Están por todas partes, en todas las formas y de todos los tamaños. Algunas son muy leves, como el corte en los dedos con el canto de una hoja de papel nueva. Otras punzopenetrantes, como cuando se pisa un vidrio al caminar descalzo en la arena. Solo unas pocas robaron un pedazo de mi carne a fuego y metal. No las exhibo con orgullo, no son trofeos. Tampoco las oculto, no me avergüenzan ni tengo porqué. Simplemente están ahí, como recordatorio de batallas perdidas en guerras siempre ganadas. No hay queloide ni metralla, mucho menos dolor o sangramiento. Ni siquiera me han hecho mas cauteloso frente a un puñal amenazante, no me han enseñado a evitar un duelo ni vivo temeroso de marcar nuevamente mi piel. Sano bien, con suficiente rapidez y sin necesidad de untarme bálsamos efímeros. Solo tengo una herida que nunca termina de cerrarse, es la que llevo por ti en medio del pecho, un poco inclinada hacia la izquierda. Aunque ya no sangra, supura algún líquido que desconozco. Vital, sin duda. No falta la mano insidiosa que mete su dedo con saña, pues en su frenesí la confunde con una llaga. Sin embargo así no duele, apenas y molesta la mugre residual ajena y la hiel de su falsedad. Le he aplicado los mejores tratamientos y atendido con los mayores cuidados, pero apenas y llega a formar una tenue costra, torpemente la tropiezo y se desnuda otra vez en carne viva. No es masoquismo, es que está justo donde mi mano necesita posarse para comprobar que mi corazón sigue latiendo. Y sí, hoy se que lo está. |