Escribe: borarje
Fue 1968 un año especialmente violento. Muchos acontecimientos lo atestiguan:
La matanza de My Lai a manos de tropas estadounidenses; hombres, mujeres y niños asesinados a sangre fría. La gran revuelta de París contra el viejo orden burgués y el inmovilismo político, masivas manifestaciones, huelgas y disturbios callejeros que pusieron en jaque al gobierno de Charles De Gaulle. La brutal represión contra estudiantes en México, la “Noche de Tlatelolco”, cuando cientos de estudiantes -nunca su conoció una cifra exacta- fueron asesinados pocos días antes del comienzo de los Juegos Olímpicos de México-68. Tropas del Pacto de Varsovia entraron a Checoslovaquia para poner fin al proceso democratizador conocido como la “Primavera de Praga”. Dos activos defensores de los derechos civiles en la Unión Americana, Martin Luther King y el senador demócrata Robert Kennedy cayeron asesinados a tiros.
Pero también fue un año marcado por acontecimientos menos desafortunados.
Stanley Kubrick reinventó el cine de ciencia-ficción al presentar su 2001 Odisea del Espacio, una de las películas con mayor poder de fascinación de toda la historia. Marcó el inicio de la “cuarta generación” de ordenadores, desarrollo que fue posible gracias a los avances en la integración de componentes. Máquinas basadas en circuitos miniaturizados para propiciar la popularización de la informática; el desarrollo de un software destinado a aplicaciones populares.
Fue 1968 un año para recordar, aún por aquellos que no lo vivieron.
Yo tenía 15 años de edad y acababa de terminar la escuela secundaria. Vivía entonces en la Ciudad de México, cerca de un lienzo charro (especie de cortijo) que comenzaba a verse envuelto por el crecimiento urbano. Conocido como el Rancho del Charro en la avenida Ejército Nacional, fue derruido años después para construir un centro comercial.
Allí se daban festejos charros, pero también espectáculos taurinos. A éstos últimos acostumbraba asistir en compañía de mi primo “Chencho” y en ocasiones también con mi hermano menor, Tomás, pero imposibilitados como estábamos para pagar un boleto de entrada, tuvimos que encontrar un acceso “personal” por la parte trasera. Tal acceso nos llevaba al área de corrales; si hubiéramos querido llegar hasta las tribunas como todo espectador hubiéramos terminado en la calle sacados por los guardias, de manera que nos acomodábamos lo mejor que podíamos en alguna de las corraletas que sirven para enchiquerar toros o potros salvajes para la monta y desde allí, mirando por las rendijas de los tablones, disfrutábamos las corridas de toros en primerísima fila.
Algunas veces, en un intermedio del espectáculo soltaban una becerra para los osados espectadores que quisieran dar algunos capotazos. Tal era la ocasión un día de septiembre de 1968, era la víspera de las fiestas de la Independencia de México, (15 y 16), o sea, era el 14 de septiembre. Allí estábamos “Chencho” y yo mirando por las rendijas cuando a nuestras espaldas resonó una voz.
--¿Qué están haciendo?
--Miramos la corrida.
--Seguro que no pagaron boleto.
--No.
--¿Y les gustan los toros?
--Sí.
--¿Han toreado?
--No.
--¿Quieren dar unos capotazos?
“Chencho” y yo nos miramos estupefactos. Cuando creímos que seríamos sacados a la calle acompañados por algún policía, aquel hombre frente a nosotros nos estaba invitando a pasar al ruedo.
--Sí –respondí. “Chencho” permaneció callado.
Aquel hombre nos condujo hasta el callejón del redondel y puso en mis manos un capote.
--Pues a torear –dijo, y prácticamente me sacó por la tronera de un burladero.
Aficionado como era a los toros, a mi corta edad me sentía suficientemente capacitado para criticar a las grandes figuras del toreo en una tarde desafortunada. Hasta aseguraba saber lo que debieron hacer ante el toro y que ellos no supieron hacer. Pero mirarme de pronto pisando la arena del ruedo, capote en manos, era muy distinto que mirarlo desde las tribunas o desde nuestras rendijas de los tablones. Y de pronto la becerra se fijó en mí. Mi primer impulso fue el de aventar el capote y lanzarme de cabeza al otro lado de la barrera, pero no lo hice. Sentí el golpeteo de las patas del animal que corría hacia mí, me pareció como que temblaba la tierra a cada pisada. Desplegué mi capote frente a su cabeza y dando traspiés me quité la embestida como pude. La becerra regresó en mi busca y lo mismo hice.
--Quieto, quédate quieto.
No sé de dónde salió la voz, si del tendido o es que la tenía en la cabeza, pero comprendí que era lo que tenía que hacer. Entonces asenté las plantas de los pies en la arena y dejándolos quietos le presenté mi capote, le cité sin descuidar la figura, figura de torero, y la becerra embistió. Le he pegado una verónica y después otra. Escuché los olés y me dispuse a rematar la serie con media verónica. La becerra ya no embistió, pero yo me di cuenta de que estaba pensando frente a la cara del toro. ¡Podía ser torero!
Sí, el año 1968 tuvo muchos acontecimientos que nos harán recordarlo siempre, pero para mí fue muy especial sólo por aquella tarde del 14 de septiembre, cuando el sentir la embestida de un toro y dominarlo se volvió para mí un vicio. Siguieron tres años de búsqueda de un lugar en la fiesta, de tocar puertas, de triunfos y fracasos... Hasta que llegué a los 18 años de edad y tuve que cumplir una promesa.
*En Cancún, costa mexicana del Caribe
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