La oficina cesó de trabajar a eso de las doce del día. En cierta forma, eso es un simple decir, porque en rigor, aquella mañana nadie trabajó, sino que, más bien, el personal se dedicó a darse una serie de vueltas improductivas, mirando de reojo los punteros del reloj. Cuando llegó la hora tan anhelada, el personal designado transformó rápidamente la oficina en una improvisada fonda. El guatón Pérez comenzó a instalar unas guirnaldas tricolores y para esa instancia debió trepar sobre el escritorio del gerente Carmona, quien estaba más preocupado de apurar un vaso de piscola que de hacer prevalecer el respeto por la jerarquía. La Muñe trajo dos bandejas de canapés, el Peta se puso con una caja de bebidas surtidas, doña Alicia cooperó con dos queques y de la panadería llegaron más tarde, dos docenas de empanadas brillosas y calientitas.
El primero en abrir la boca fue el enfiestado gerente, que apeló al sentimentalismo más barato cuando comenzó a enumerar a los “heroicos antepasados que nos permitieron tener una patria libre para rememorarlos cada año con el respeto que se merecen”. A la señora Alicia se le anegaron los ojos de lágrimas, porque pensó que el jefe se refería al once de Septiembre y, mientras se empinaba un vaso de champaña, gritó: Viva mi general. El pelado Troncoso la miró con ojos de asesino y se juramentó asimismo no echarse en su boca ni una maldita miga de ese voluminoso queque elaborado por “las oficiosas y repugnantes manos de esa vieja pinochetista”. La Muñe, tan liviana la chica, pidió que alguien pusiera algo para bailar y esta fue la oportunidad que estaba esperando el pelado para colocar una casete con el “Venceremos” del Quilapayún. Se produjo una silbatina generalizada y el guatón Pérez salvó el impasse, al comenzar a tañer una guitarra y entonar una sentimental canción de Nino Bravo, con tanta maestría que a la señora Alicia se le cayeron las lágrimas, las que rodaron por sus mejillas regordetas, todo ello, producto de su sensibilidad, remojada con un par de vasos de champaña.
Una hora más tarde y ya embuchados los canapés, las empanadas y los queques, sólo quedaba por consumir una botella de pisco y dos botellas de gaseosa. La Muñe se había quitado su chomba y desabotonado su blusa, enardeciendo a esos hombres un tanto entonados que ya parloteaban y discutían lo primero que se les venía a la cabeza. El Mamerto, un chico que las oficiaba de junior, le subió el volumen a la radio, ya que estaban tocando un tema de Ráfaga y a la Muñe le dio por subirse sobre los escritorios para contorsionarse más que las bailarinas de la tele y todos sus compañeros haciéndole claque para que continuara con su lúdica actuación. A la señora Alicia casi le vino un patatús cuando el pelado Troncoso pidió que la chica hiciera un “estristís”. Entonces el gerente carraspeó, como para llamar la atención, y pidió a sus subalternos que morigeraran las pasiones. Pero más tarde, el mismo cayó seducido por una ardiente mirada de la Muñe y saltó al ruedo para improvisar, con sus torpes pies, un movido tema tropical.
Todos se retiraron más tarde, menos don Tránsito, un solterón que acostumbraba a adelantar trabajo cuando todos ya se habían marchado y que, para esas ocasiones, se buscaba un rinconcito en donde poder laborar sin interrupciones de ningún tipo. Contempló el desorden que imperaba en la oficina y meneó su cabeza con un gesto tristón. Levantó un vaso de plástico en el cual aún quedaban restos de licor y lo miró al trasluz, tratando de explicarse a sí mismo la extraña conducta de esos seres, que el consideraba manada. Las guirnaldas tricolores le parecieron grotescas y las retiró a lo que es escobazos. Satisfecho por ello, comenzó a preparar su informe de la semana siguiente, mientras, a lo lejos, los sones de una cueca llegaban con los primeros escarceos de la primavera, colándose en los oídos escépticos del solterón. –Patria libre-musitó con su voz gastada y de inmediato se metió de lleno en esas cifras abigarradas que llenaban su existencia…
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