Descendimos estrepitosamente por la montaña rusa para perdernos en el parque, en los fantasmagóricos estertores de un tren perdido entre sus túneles como una bocanada de terror acechando nuestras vidas. Bajo la música de quermese, los premios coloridos colgaban como reces de los diversos puestos, ante la noche riendo sobre nuestro mapa humano. Y la rueda gigante congelaba nuestro horror en las alturas, junto a los autitos chocando lo imposible por lo bajo, apuntando con un tiro al blanco inexacto que a nadie le hacía daño, entre empleados yendo y viniendo para arrumbabar sus botellas bajo un mismo vidrio opaco, el carrusel iluminado por los niños, la gente ruidosa y desbocada enloqueciendo dentro del “gusano loco”, choripan y vino impregnando con su aroma las largas filas en la espera, infinitos espejos del castillo danzando sin un rostro, el zamba como una coctelera de hombres cercando al péndulo que doblegaba toda digestión. Y los puestos abrían sus bocas de felicidad invitándonos a competir, a descifrar sus tantos trucos hereditarios que los niños nunca imaginábamos; un puntapié profundo en la pelota abatía al arquero y el oso de peluche era mío, o una botella de alcohol, vasos, globos, algún juguete; emboque su moneda y gane un radiograbador que nunca era obtenido, al igual que motos y televisores. De la mano de los padres la alegría trepaba nuestras mejillas al pasar el molinete de la entrada, bajo la infinidad de luces multicolor, gritos, sonrisas, juegos y sonidos que con la boca abierta mirábamos atónitos. Como su nombre lo indica, la diversión, magia y encanto de estos parques fueron una de las cosas que más amé desde pequeña y que sin dudas nunca dejaré de hacer.
Ana Cecilia.
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