Esto se asemeja a un alcázar, o a un castillo encantado, su interior es pomposo, rodeado de polícromos vitrales; una bóveda alba y casi ovalada impresiona mis sentidos. Tenues huellas esbozan una progresión geométrica en el suelo, son los pies de una dama misteriosa que vela por este recinto, proscenio de inopinadas maravillas... Son pies que formulan un argumento ontológico de la belleza.
Ella, apenas perceptible, salvaguarda su anonimato, no se pronuncia y circula con maestría sobre esta superficie de diseño escaqueado. Me explica -con moderadas interrupciones- que soy un potencial jugador del go, un juego oriundo del lejano Oriente, categóricamente equiparable al ajedrez, que se compone de un tablero de diecinueve por diecinueve casillas, y trescientas sesenta y un discos (uno por cada intersección de casillas) blancos y negros que hay que ir colocando con el propósito de inmovilizar al rival. Mi avidez por neutralizar el misterio asfixiante que aquí se respira (discúlpese el retrúecano) se incrementa, no puedo contenerme y pregunto:
-¿Quién es?, ¿quién anda por ahí? -la pregunta es parcialmente retórica.
Y no recibo respuesta. Las señas de esos pies parvos y ágiles despiertan en mi interior escenas conmovedoras... Oleadas de tristeza prorrumpen en mi pecho, siento como gravito del olvido hacia el olvido. Mientras ese cuerpo de silueta quebradiza huye de mis percepciones. Creo estar en un un sueño; en los sueños todo tiende a tergiversarse, las teorías que propugnan que la voluntad es en sí misma libre se ven seriamente puestas en controversia, las líneas rectas demudan su esencia en sinuosos segmentos, parábolas o hipérboles asíntotas. Ella viste un kimono que ondula con sutileza, bebe una taza de té humeante, y simultáneamente una miríada de ídolos se hacen presentes acaparando mi visión; son como estatuillas vivientes impregnadas de barniz solar, hidras o dragones parecen ser... Luego emergen figuras de deidades manifestadas en hexagramas alineados con justa precisión.
Huele a incienso, tal vez de lavanda, azahar o vainilla, y ella se detiene en un hipotético epicentro del tablero, señalando a su izquierda el universo Yin, y a su derecha el Yang; luego junta sus manos suprimiendo de esa guisa toda colisión de corrientes opuestas. Sus movimientos afiligranadas son un emblema de paz, admirable por encumbrada, bajo mi perspectiva.
-Observa -me dice de pronto-. Su timbre de voz suena apagado.
-¿Sí?, ¿dónde te encuentras? -pregunto, no la veo, me asaltan las dudas.
No hay respuesta. Prolifera el aroma del incensario, y esos pies inscriben marcas evanescentes en cada vericueto de este galimatías.
Al fondo presencio un arpa bellísima, de cuerdas tornasoladas y armazón de oro refulgente (no sé en realidad si es oro lo que imagino). Así y todo yace en anquilosada orfandad, no despliega música, sólo oigo dulces pasos, sólo veo un cuerpo extático...
-Soy Ryoko.
-Hola... ¿Dónde estás Ryoko? Capto tus huellas, pero no puedo verte.
Y mis ojos se postran ante el místico deleite irradiado por ese par de pies, ávidos de juego, dueños de contorsiones funambulescas y vidriosa ternura, la urdimbre de pasos que ejecutan es sublime utopía... Pienso que coincide un objeto portador de valores (o quizá no) y un sujeto que los descubre (o que los prescribe). Tanto adoro la efigie de esos pies como (y no sé por qué) les temo. Esto es una puesta en escena de signos inherentes a los acontecimientos, he encontrado a Ryoko. ¿Habrá un por qué trascendente a las sensaciones o ultima ratio dicho en otros términos? Mi mente alcanza a concebir una panoplia de átomos inconexos y dispersos, vacíos del germen de un orden...
Y vuelvo a preguntar:
-¿Cómo te he hallado?, ¿cómo nos hemos encontrado? Cada segundo antes de una eventual respuesta es una eternidad.
-Construimos caminos llenos de gránulos de arena... Mis pies copian la senda inviolable del Azar. |