Cucharadas de azúcar caían sobre un mundo inimaginable endulzando todo a su alrededor con rayos de sol que acariciaban su piel y lo teñían de amarillo. Sus ojos se abrían ante la delicadeza del poder de los colores y las formas. Lo extraño de todo esto era que parecía un extraño sueño, pero no importaba porque esto lo hacía feliz. Sentía que sus ojos brillaban y que su cuerpo flotaba. Contempló el azul del cielo oxigenado, el verdor de los altos árboles, las plantas y las ranas, el rocío y el agua cristalina de una cascada, probó manzanas, uvas, fresas y naranjas y disfrutó de la magnificencia de las sombras que éstas proyectaban, y a medida que avanzaba, divisaba a lo lejos un horizonte interminable en un mundo inimaginable. Disfrutó del color violeta de las violetas, de las deformidades de las piedras, de las rayas de las cebras y de las manchas en la tierra. Se sorprendió del rojo en el interior de las granadas, de los peces que nadaban y matizó colores que aparecían de la nada. Pero sólo una cosa no pudo ver: El viento. Esto lo hizo darse cuenta de lo que significaba. Llegaba la hora de partir. Pintó su cuerpo, y así, antes de que se secara, completamente feliz, decidió abandonarlo.
El viento se llevó su alma en un atardecer matizado y clarividente, cuando por voluntad propia decidió dormirse eternamente, pidiendo liberarse de su dolor, el dolor de no poder ver. No sin antes poder soñar con colores, formas y cucharadas de azúcar que caían sobre un mundo inimaginable.
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