La señora Áurea bebía tantos tazones de esperanza, como suspiros le arrancaba el recuerdo ¡Había pasado tanto tiempo qué…! A veces se pellizcaba las manos, para comprobar que no era la pesadilla lo que le dormía la sangre en las venas. Porque aquello ocurrió, ella bien lo sabía. Ocurrió. Y todo el pueblo fue testigo del dolor y el miedo. Todos, hasta los recién nacidos ese fatídico 29 de octubre del año 37, víspera de todos los Santos, no cesaron de llorar toda la noche. Y con ellos lloraron todos, en silencio y sin sollozos, sólo la luz de la vela se apagó de pronto al clarear la mañana. Y al extinguirse la llama, doña Áurea supo que los suyos ya estaban fusilados. Era la señal del Cielo.
Aquel día despertó más mudo que “la noche de las lágrimas”. Así lo recuerda todo el pueblo, porque el miedo les dejó a todos sellados los labios de por vida. No supieron ni levantar los ojos, cuando los falangistas golpeaban el empedrado de la calle “Arriba España” pisándola con las botas ¿Para qué, Dios mío, para qué…? – se decían en voz baja- . Fueron tantos los años, tantos que los huesos a Áurea se le acalambraron y se le retorcieron de tanto bordar en el bastidor el nido de abeja de los sueños rotos en los vestiditos de las niñas. Su hermana Oliva, ya no volvió jamás a ejercer de maestra. A su hermano, Antonio, le habían fusilado con toda su familia. Con toda no, porque Fulgencín se había salvado del fusilamiento. El pequeño Fulgencio no había cumplido aún los tres años, le faltaban todavía cuatro meses, pero el chiquitín siguió al pelotón y a su familia. Algún alma caritativa no le remató con el tiro de gracia. Se lo trajo Oliva, envuelto en una manta, como si fuera un costal de leña, y con los ojos tan asustados como las sombras que protegieron el cuerpo del niño. Al entrar en casa le dijo:
___¡ Fulgencín no ha muerto, Áurea!
____ ¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer con él?
Le tuvieron escondido mucho tiempo. ¿Hasta cuándo? Oliva se esmeró mucho con el niño; era su único alumno y el vivo retrato del hermano. Todas las mañanas le aseaba, le cantaba y le enseñaba las letras, a sumar, a restar y la tabla de multiplicar. También le enseñaba a comer huevos fritos, como un buen comensal en la mesa. ¡No, Fulgencín, - le recriminaba - no mojes el pan en la yema! Eso no es correcto en la mesa. Y Fulgencín se reía y preguntaba: ¿Por qué no puedo jugar con los niños? ¿Dime, tía Oliva, por qué no puedo salir a la calle como los otros niños? El paso del tiempo era como el patíbulo para ellas. Fulgencín crecía y crecía y se hacía tan grande, como la ventana de la buhardilla por la que miraba pasear a todo el pueblo.
A veces se preguntaban: ¿Recordará algo del drama? Pero sin insistir en ello. ¡Válgame Dios! Aunque les sorprendía a menudo hablándoles de su padre y sus hermanas, y hasta se quejaba de que su madre le obligaba a tomar sopas con leche caliente, y a él le gustaba la leche templada y sin nata.
Diez años pasaron, corría el año 1946, y Fulgencín se convirtió en un mocito tan guapo, tan listo, que Oliva ya no sabía qué hacer con él. A Áurea le estaba cambiando el oficio de bordadora a pantalonera ¡menudos pantalones le cortaba y cosía! Y el pobre, sin salir de casa. Su vida transcurría entre los libros y el huerto, mirando el río por la trasera de piedra de la casa, y alborozado le decía a sus tías: ¡Ya subió la marea! ¿Estarán altas las olas? Pero ellas ya no le respondían, porque no sabían qué decirle. El mar estaba tan cerca de aquella casa como lo estuvo la muerte. Esa mañana de junio, volvió Áurea de la misa más temprano que de costumbre, se dirigió a la buhardilla donde preparaba Oliva la clase, y armándose de valor, le dijo a su hermana:
____Oliva, esta mañana, en la misa de ocho, he hablado del niño con el párroco del pueblo.
_____ ¡Dios mío, Áurea! –le respondió, Oliva - ¿A qué vas a misa? ¿No te das cuenta que fueron ellos también los que mataron a nuestro hermano Antonio? Ya sabes que desde entonces no piso la iglesia.
------ ¿Y qué culpa tiene Dios y este niño de tanta miseria humana, Oliva? No podemos tener encerrada una vida ¡No podemos, Oliva, no podemos hacerlo!
Lloraron tanto esa noche, como en “la noche de las lágrimas”. Fulgencín dormía plácidamente en la buhardilla, cansado de tanto mirar por la ventana cómo discurría la otra vida.
Esa noche discutieron acaloradamente mientras le preparaban un hatillo con sus cosas. Llegaba la despedida ¿Hasta cuándo? Oliva se ocupó de guardarle algunos libros de poemas. Le había enseñado a declamar y no quería que se olvidara de tantos sueños interrumpidos en verso, ni de ella tampoco.
El párroco llegó temprano esa mañana. Oliva y Áurea se miraron; no había otra posibilidad, otra salida que convencerse. Es difícil describir ese momento, haría falta mucho tiempo, porque el aire se les estancó a las dos, envuelto de tristeza.
----Pase, don Álvaro, - dijo Áurea, despectivamente - . Y ya sabe que el niño es inocente y está educado cristianamente. Mi hermana, que es maestra, - ya sabe, padre, - le ha enseñado latín y música. Parece que es despierto en matemáticas y muestra muy buena disposición y actitudes para el seminario.
Don Álvaro, con cierta consideración preguntó:
--- ¿Dónde está el niño?
--- ¡En la buhardilla! - le respondió secamente, Oliva - ¿Quiere verle? ¡Pues suba, que está durmiendo! ¿No tendrá miedo, padre?
----No, hija, no, no tengo miedo, - le respondió - Déjele dormir que es muy temprano aún para despertarle. Deje, doña Oliva, que se llene de pájaros los mirtos y que suenen las campanadas de las nueve ¿No tendrá un poco de café para colarme? ¿Y una nubecita de leche para cortar el café?
--- ¡Si, padre, - respondió Áurea, y un bollo de pan bien caliente que acabo de sacar del horno!
--- Pues ande, hija, que hay mucho de qué hablar esta mañana, antes de que este ángel de Dios se despierte.
Oliva se tranquilizó algo y sin saber cómo, mirándole a los ojos directamente le preguntó:
--- ¿Dónde estaba Dios, padre, cuando mataron a mi hermano Antonio, a su mujer y a sus hijos?
--- Con ellos estaba, hija, sin duda, acompañándoles en el trance, y guiando a Fulgencín a tus brazos y enseñazas ¿Fulgecín se llama, no? Y al llegar a este punto de la conversación, don Álvaro rompió a llorar, desconsoladamente. La muerte de los suyos también le ahogaba el pecho, y la cicatriz volvía a sangrar con la memoria.
Nunca supieron la historia de don Álvaro, les bastaba con la suya y les dolía tanto, que ya no podían cargar con más penas.
Fulgencin se fue muy contento de salir al mundo, aunque fuera a un Seminario ¡Qué sabía él adónde iba! Los primeros años, sus tías, por el intermedio del padre Álvaro, pudieron visitarlo sin levantar sospechas, hasta que el traslado a otra provincia obligó a interrumpir las escasas visitas que el padre Álvaro afectado por el drama, les procuraba a sus tías. Tampoco duró mucho como párroco en el pueblo. Y un día se fue, como la silueta del hermano Antonio, dibujándole aún más sombras al recuerdo.
Nunca volvieron a saber nada, ni de Fulgencín, ni tampoco de don Álvaro. La hermana Oliva murió, pasados siete años, de un derrame en la cabeza. Se quedó tan abstraída con la partida… La ausencia hizo tanta mella en ella, como en una florecilla la falta de luz y agua. En cambio, Áurea quedó, de por vida, cautiva por esa curva dolorosa del recuerdo; encargando misas por su hermano Antonio, su cuñada y los niños, y más tarde novenas a su hermana Oliva y hasta algunos rosarios por el padre Álvaro. Se pasaba el día entero en la iglesia, guardando los manteles del altar, arreglando las flores y preparando las misas. La mañana la dedicaba a bordar pañitos para la iglesia, no sabía hacer otra cosa desde que el niño marchó de la casa, y siempre con la esperanza de que un día, Fulgencín, volviera al pueblo de párroco. La vida de Áurea se fue apagando lentamente, sin perder nunca el brillo de la esperanza en la mirada por volver a ver al niño. Pero el niño marchó lejos, y tuvieron que pasar más de treinta años, que son muchos años, mucho tiempo.
Don Álvaro se había ocupado de hablar con el niño y pedirle que nunca volviera al pueblo, que sus tías así se lo pedían, para que no las perjudicara. En realidad Don Álvaro temía tanto por él mismo, como por ellos. Aprovechando la enfermedad de un sacerdote que iba destinado por el Obispado a Quito, y a propuesta de Don Álvaro, Fulgencín tomó el puesto y partió en misión a Ecuador. Allí permaneció durante largos años, los primeros ejerciendo como sacerdote en una pequeña parroquia llamada Guayllabamba, a veinticinco kilómetros de Quito. La belleza del país y la hospitalidad de los ecuatorianos le cautivaron. A nuestro Fulgencín, desde que salió del pueblo, todo por pequeño o corriente que fuera le cautivaba, y no tardó mucho en formar parte de la Banda de música, y hasta de aprender quechua mientras mostraba sus artes agricultoras y jardineras en los pequeños terrenos de algunos parroquianos. Todo esto terminó con alguna ronda al atardecer del día, por la casa de la joven Esperanza, y siempre con unas flores para ella en la mano. Fulgencín no había sentido más caricias de mujer que las de Oliva y Áurea, pero nunca había sentido tanta atracción por unos ojos como los de Esperanza. Ya no podía despegar los suyos de aquel rostro que le daba tantas vueltas en la cabeza, que ni decir misa podía si estaba ella en la iglesia; y si no estaba, porque la buscaba con la mirada. Fulgencio se había enamorado perdidamente, y Esperanza parecía hacerle caso, aunque no osaba comprometerle por la sotana. Aquellos meses fueron los más duros que recuerda Fulgencín desde su nacimiento. No vivía, no comía, ni dormía, sólo pensaba en ella. Fue el padre Txasco, un franciscano vasco, quien se dió cuenta:
---¡Muchacho – le dijo – pide a Roma la dispensa del voto y cásate con esa muchacha! Y si no te quiere, ya encontrarás otra, que a ti el Seminario te sirvió para salvar la vida de tus tías y la tuya, y ya habéis pagado suficientemente el precio. No te atormentes más, muchacho, y empieza a buscar trabajo.
Lo encontró rápidamente, en una radio local retransmitiendo programas culturales. No tardó tampoco mucho en descubrir el amor en el cuerpo de Esperanza, y entre las noches de amor y los programas de radio, vinieron al mundo dos niñas: Áurea y Oliva. Doce años tendría la mayor, cuando entró en contacto con un funcionario español, interesado por la actividad cultural que estaba desarrollando en la radio local. Por aquel entonces, Fulgencín ya se había interesado también en buscar su pasado y aprovechó el interés por su programa, para averiguar sí era verdad que corrían tiempos de bonanza en España. No había vuelto a tener noticias de aquellas dos mujeres a las que les debía todo el amor que un niño puede recibir en este mundo.
El funcionario, un hombre abierto y jovial no podía creer en lo que estaba oyendo. La guerra civil, - le dijo -, se ha enterrado en la fosa común del silencio, como si los únicos muertos llevaran la bandera del yugo y las flechas.
------ No tengo rencor, Don Emilio, - le respondió -, sólo ganas de estrechar en mi pecho a mis viejas, si aún están vivas. Para que conozcan a Esperanza y a este par de gemelas. Mi tía cosía y de seguro que le borda a mis niñas un “nido de abeja” en los vestidos.
------ Déjame que vuelva a España, Fulgencio. Te prometo hacer averiguaciones. Ahora dime cómo se llama el pueblo ¿Lo recuerdas?
----- La Peña del Condal, aunque no estoy seguro, porque ellas siempre hablaban de otros pueblos. Pero un día le oí gritar a Oliva: - aquí, hermana, en la Peña del Condal solo la vergüenza de lo que pasó le queda como herencia al pueblo- . Y aunque no lo entendí, nunca lo olvidé tampoco.
------ Está bien, amigo. Haré todo lo que esté en mi mano, puedes estar seguro.
Y así fue como consiguió volver un día, del mes de marzo, con toda su familia al pueblo. Allí se enteró de la venta de la casa; de la muerte de Oliva, pocos años después de su marcha al Seminario; y pudo ver a Áurea, en el Asilo, sentada en un banco al sol, encogida ya por los años, bebiendo el último tazón diario de esperanza, con la alegría rebosándole por los ojos, antes de su último suspiro
En homenaje a todas las víctimas de las guerras inciviles y, muy especialmente, a aquellos que tuvieron que callar el dolor de sus muertos durante cuarenta años para proteger a los vivos.
Y sin rencor, por la recuperación histórica
Nota: Mi agradecimiento a Carlos (carlitoscap) por sus apreciaciones con respecto al sujeto narrativo de este relato, que mucho le agradezco.
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