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Inicio / Cuenteros Locales / sacanueces / T858 CRÓNICA DE UNA SILLA

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(I)

Desde la cama ya la veía hermosa a la silla, no por ella, que si bien era, creo que cómoda y quizás linda, era de esas comunes de madera, la de los bailes en club de barrio, esas de tablita, las que se plegaban como tijeras. -Más allá de eso, la veía hermosa porque ahí se sentaba ella-.

Casi te diría que empezó a vivir, a tomar hermosura, desde la primera vez que ella le asentó sus posaderas. Ese día, recuerdo, adquirió hasta un brillo especial.

Era de madera común, color madera sucia, madera vieja; pero eso no es lo importante, lo que sí: el brillo que tomó la silla desde la primera vez que ella se sentó.

Como te decía, desde la cama la veía hermosa. Y como no serlo; si me levantaba, preparaba unos mates, corría la silla, la acomodaba, me sentaba sobre mi cajón del otro lado de la mesa, frente a la silla, para desayunarme y ahí no más, como si lo supiera desde antaño, golpeaba la puerta. Ella, Carla, como siempre Carla. -¡Seguro que es ella!- pensaba yo, y le gritaba con cierta emoción: -¡pasa que esta abierto!-. Entraba como habitualmente lo hacía, sin decir palabra me besaba la frente y en su silla se sentaba. Así, el ritual del desayuno daba comienzo.

La silla brillaba como sus ojos pardos bajo el flequillo. El cuartucho con tanto brillo se convertía en un palacio inmensamente iluminado.

Así comenzó la historia de esa silla.



(II)

No sé qué pasó, quizás la monotonía, el acostumbrarse, el volverse matrimonio gastado o el encallecimiento de los afectos, los mates muy lavados, feos, no sé, pero te aclaro: nunca nos casamos, ni tampoco tuvimos algún tipo de relación, digo de esas, ni de las cuerpo a cuerpo, ni nada por el estilo, que no fuese eso, el ritual; aquella ceremonia digna de los más exquisitos Faraones, de los más fabulosos Reyes, la de desayunarse con mate de a dos.

No sé qué pasó te decía, por lo que sea, un día no vino... no golpeó la puerta. Ése, el primero, me lo acuerdo como nunca. ¡Cómo olvidarlo!, si el corazón al paso de los minutos, en el comienzo del parto, el de esa enorme espera, me latía a tres mil pulsaciones por segundos, al punto que ya al medio día me metí en al cama por lo mal que me sentía. Y no golpeó.

Ya en la cama, juré no levantarme hasta que no golpeara, que iba a imaginar y me quedé así nomás, acostado.

Al cuarto día mi estómago rechinaba de hambre, las tripas eran un concierto mal realizado. Ahí, provechando que alguien golpeó, me levante apurado, arreglé un poco, calenté algo de agua y como dejando todo listo para la ceremonia grite lo clásico: -¡pasá, está abierto!-. No sé, para mí grité fuerte, pero a lo mejor por la debilidad no sonó demasiado. Como dudé si había escuchado me fui hasta la puerta. Convengamos que había pasado algún tiempo desde que alguien golpeó hasta que abrí, con todo lo que arreglé, calenté el agua y demás, no?. Abrí te dije, pero nadie había. Mire como si fuera una broma, para todos lados, e hice el amague de cerrar la puerta varias veces como amenazando que si no aparecían la cerraba nomás y no habría ceremonia, pero nada, nadie apareció. Al rato advertí encajado debajo de la puerta el papel de todos los meses, el de los gastos comunes. Obviamente el alguien que golpeó.

La silla durante ese tiempo volvió a tomar el antiguo brillo, el más furioso de los brillos. Debo confesarte que durante esos días de cama, a la silla la fui viendo perder su hermosura ante el insistente silencio de la puerta, y juntamente el brillo se fue opacando hasta casi desaparecer.



(III)


La puerta se calló definitivamente y ella no regresó.

Al comienzo la silla, ya opaca y aburrida (había perdido el brillo definitivamente), me molestaba. La cambié de lugar, bueno en realidad cambié todo de lugar.

No pensaba para nada caer en estado de total depresión, ni siquiera parcial. Sabía perfectamente que de dejar las cosas como estaban me llevaría a un estado de melancolía, de extrañeza y esos son los primeros canales rumbo a deprimirse. Después queda poco para el suicidio definitivo.

Corrí el calentador, arrimé la cama más a la puerta, puse la mesa debajo de la ventana con el cajón frente a ambas. A la silla en cuestión, la puse en penitencia en uno de los ángulos del cuarto.

Varios días estuve así, pero comencé a sentir la opresión, como que la silla me juzgaba; que se daba vuelta y me miraba con una mirada maliciosa y profunda, judicializada, juzgándome, sentenciándome.

Y... sí, por ahí en las noches de soledad la espiaba, y crease, quiera o no, la veía brillante, con las nalgas de Carla encima; y también aquellos ojos pardos titilando bajo el flequillo, titilando y brillando como ella y me miraban.

Muchas veces pensé que Carla había muerto y el fantasma de la Carla era el que me visitaba.


(IV)


Por supuesto, no pude convivir con la silla en aquel rincón. Volví a cambiar las cosas de lugar. La mesa al ángulo opuesto de donde estaba la silla, el calentador sobre ella, ambos cerca de donde estaba la cama; la silla casi al lado la ventana y la cama en medio de la habitación, con la cabecera hacia la silla y la ventana, los pies mirando al puerta. El cajón como de costumbre debajo la mesa, oponiéndose a la pared. En el cuarto, parecía nuevamente que iba a reinar la paz.

Los dos primeros días, creo que fueron los únicos en que pude dormir toda la noche de este largo y vasto tiempo, digo, desde que no sonó más la puerta; aclaro que no sonó como ella la hacía sonar, ya que algún desubicado pudo haber golpeado en ese tiempo.

Bueno como te iba diciendo, el tercer día, terrible tercer día, a media noche: una gran luminosidad que proyectaba la sombra de la cama y yo sobre la puerta y un enorme cimbrón me despertó. Vi la puerta abierta convertida en una ancha garganta oscura que me tragaba insensible a mi endemoniado terror, mientras que escuchaba a mis espalda las risotadas, las carcajadas impúdicas de la silla festejándolo.

Cuando abrí los ojos en medio de un charco de transpiración, vi la puerta que se golpeaba al mismo ritmo que la ventana. Las dos abiertas, seguramente las dejé mal cerradas. Afuera una tormenta eléctrica con fuertes vientos se había desatado. Me costó mucho llegar a la madrugada y saber si era realidad o ficción, tuve mucho miedo esa noche, realmente miedo, de ese que no sabes de qué lado estás.

Al otro día, repuesto, regresé las cosas a su lugar, digo al lugar que tenían cuando ella golpeaba la puerta y nos ceremoniabamos.

Te cuento que fueron muchas más veces de las que te conté y puedas imaginar, las que cambié los muebles de lugar. Qué más da... ¿verdad?

En algunas oportunidades, a pesar de la conciencia y luchar contra ella, la depresión se me trepaba por las costillas y me apretaba el alma, la extrañaba.


(V)


Después, todo como antes, pero desde la cama ya no la veía hermosa. Aunque en algunos momentos, sí, o me lo inventaba.

Y eso me comenzó a preocupar, por lo que resolví traer otras sillas, quizás con ello no me abocaría a pensar tanto en esa, en la que se sentaba. Claro, siendo la única, es como inevitable y que al pensar en una, pensaba en al otra y viceversa, digo: silla - Carla, Carla - silla, indistintamente. Y no estaba dispuesto a sufrir ni a bajonearme, como ya te había dicho, por ninguna. Así lo hice, entre varios vecinos conseguí tres sillas que traje al cuartucho. -Claro, ni te imagines, no eran ni parecidas a ella-; quizás objetivamente fueran muy superiores o no, pero desde que las traje, ella siempre resaltaba; realmente comenzó a sobresalir mucho más, a remarcarse, que hasta con cierto temor, lo digo: empezó o empecé a verle aquel brillo, el de la antigua ceremonia.

-¡Qué lo parió!-, me trajo de nuevo la ansiedad a la crudeza de mi piel, la de esperar el golpe en la puerta.

Un día, en medio de la ensoñación me levanté y a los gritos de: -¡no,no,no!- en un ataque de desesperación mayúscula, agarré las cuatro sillas y la tiré por la ventana, sin darme cuenta que también iba el cajón. No sé dónde fueron a parar, a la calle no, ya que el departamento era interno y tampoco me preocupé en fijar.

El cuarto comenzó a ser otro; claro, de casualidad estábamos: la cama, la mesa, el calentador y yo, lo que empezó a notarse, pues se lo veía inmenso. Ahí comencé a vivir lo enorme de la soledad. Tuve que cambiar los hábitos, ya que la cama se fue convirtiendo indistintamente en cama, cama-silla, cama-cajón, cama-perchero, cama-estante... Es decir que tomó todas las responsabilidades que antes tenían silla y cajón. ¡¡¡Cómo será que hasta en un momento me pareció que intentaba brillar!!! Parece que se la había tomado muy a pecho.



(VI)


Muchas veces por las noches despertaba transpirado por sueños o pesadillas, viendo brillos e iluminación por todo el cuarto, como si la cola de Carla se hubiese estado sentando por todos lados, pero te aseguro que sólo la había apoyado en la silla en cuestión y esa ya era noticia antigua, ni figuraba, quizás en el recuerdo o en la imaginación.

Esto fue pasando muchas veces, lo que me hacía tomar conciencia de que el tema de Carla y la silla seguía en plena vigencia, es decir que después del último acto de arrojo, digo arrojo por el hecho que arrojé la silla, no había podido solucionar nada. Y peor aún amplié el espectro de preocupación; por lo visto.

Ya estaba incomodo en el cuarto, ahora era grande y frío, así lo sentía. Vacío de cosas y lleno de ausencia; ya que la ausencia de ella había ocupado todos los rincones del mismo. Además, todo tenue, no había brillos, fuera de los que por ahí me imaginaba.

Faltaban ya demasiadas cosas, es decir todo. Sin ella, sin la silla, sin el cajón, sin la esperanza, la que también había tirado anteriormente por la ventana junto a la silla y el cajón, me parecía imposible seguir así, sólo.


(VII)


Por casualidad me enteré de que el cajón lo había tomado uno del tercer piso, cosa que me llenó de alegría. A la mañana siguiente fui al departamento en que se hallaba el cajón y después de algunos entredichos y negociaciones, logré comprárselo; quizás lo pagué caro, pero era mi cajón, y eso se paga caro.

Reconozco que desde que lo traje, en algo cambió el cuarto, como que tomó más vida. A la mesa la vi mucho más contenta. El cajón de hecho demostraba su alegría: la de haber vuelto, y la cama, como era de esperar, se llenó de alivio ya que el cajón le disminuiría mucha de sus responsabilidades. El único que ignoro todo fue el calentador, a él no le iba ni venía nada de aquello que sucedía. Como dije antes, algo cambió, pero no llegaba a alcanzar para sentirme un poquito mejor, la extrañaba, digo, las extrañaba: a Carla y a la silla.

Fue por culpa de que quise festejar a modo de bienvenida al cajón, que salí a comprar unos criollitos, lujo que se entiende no me puedo dar todos los días. Pero vayamos a lo que te contaba; fue por culpa de eso, porque al regresar como a media cuadra de distancia, abriendo la boca venía y mirando para arriba, cosa que no hago muy a menudo, por lo general, por esas cosas de timidez, siempre miro hacia abajo; pero ésta, venía mirando para arriba, quizás era porque festejaría o no sé, pero así venía.

Como te dije antes, a media cuadra más o menos vi un brillo que me parecía conocido, lo vi como a la altura de un segundo o primer piso y oh! coincidencia, justo en el edificio donde yo vivía. Esa mitad de cuadra caminé sin poder sacarle los ojos de encima. Realmente me parecía conocido, el brillo digo, pero no le encontraba mucha explicación; cosa que se me aclaró ni bien me acerqué, provenía de una silla y era en el segundo piso, en el balcón del segundo. -¡Sí... era mi silla!-, la reconocí de inmediato, a pesar de verla sólo un pedazo, pero era ella no más.


(VIII)


Sentí algo tan extraño.

Dejé los criollitos y me dije de festejar todo junto, digo trayendo la silla también.

Me arreglé un poco para ir hasta ese departamento, calculé que era un “A”, porque a la calle solamente dan los A y los B, y si no me confundo, los de la derecha son los A y este balcón era de ese lado, es decir del lado “A”, que de no ser, no me importaba mucho, tocaba el otro y listo.

No eran muchos los pisos; los que fui bajando por las escaleras, además me iba preparando, armando todo lo que le tendría que explicar al que me atendiese en el departamento para que me diera la silla. Y además me preparaba psíquicamente, te imaginas lo que significa volver a juntarme con ella, digo la silla, que también es casi como juntarme con Carla. No es para nada un trance fácil.

Bajando los dos últimos escalones que desembocaban en el segundo piso, me agarró un miedo tal que quedé paralizado.

Ya frente a la puerta del departamento “A”, mi corazón golpeando con furia el pecho, con fría transpiración en el cuerpo, goteándome la frente y las piernas al borde de temblar como hojas secas sacudidas por el viento. ¡Golpeé!... Y nada. ¡Insistí con más fuerza!... Y nada. Esperé.


(IX)


En las esperas, los silencios son terribles, hacen notar todo multiplicado por mil. El corazón marcaba un permanente ronquido, grueso ronquido diría, de trasfondo; a cada movimiento de pie, cosa que al estar parado sucede inevitablemente, se escuchaba el ruido de la suela contra el piso como si se raspara un barco contra el muelle, claro involuntariamente pero atroz, casi boleaba y aturdía, y ni que hablar de los movimientos de cadera, que en cada uno sonaba el manojo de llaves y sonaban igual que al manojo de campanas de la capilla Sixtina enloquecidas tras la muerte del Papa. Y el roce de las manos y hasta el movimiento de los párpados producían sonidos terribles que escuchaba. Claro todo magnificado por el silencio y la tensión de la espera.

No se cuanto tiempo estuve así, esperando... pero nada. Reiteré el golpecito, nada, dos más y nada. Y entre cada cosa: timbre, golpecito, golpazo y nadas, esperas, esperas interminables, las que me fueron convenciendo, muy a mi pesar, que ahí había nadie.

La ansiedad me traicionaba. Me sabía a pocos metros de la silla, de mi silla, la amada silla. La distancia no era mayor a los seis metros, ya que eran departamentos muy chicos, pero la maldita puerta y la ausencia de gente me impedía llegar hasta ella. Mi corazón ya se sentía nuevamente conectado con la silla y con ella, no sé por qué y al parecer la silla también conmigo, ella no. Las cosas físicas impedían inevitablemente el reencuentro. Del otro lado, en el balcón, parecía que la silla había vuelto a brillar como antaño... quien sabe no?

Los sonidos fueron disminuyendo, digo los del corazón, y el silencio volvió a ser casi absoluto.

No hice nada de ruido de regreso al departamento. Volví con todo el sigilo que podía tener, no quería que nadie se diera cuenta de mi derrota: una puerta y una ausencia me habían vencido.

Ni cerré la puerta del departamento, me tiré en la cama, tapé la cabeza con la almohada y grité desaforadamente; al pedo, pero me desahogue.


(X)

La noche se me hizo larga, pero no al vicio, pude desarrollar una estrategia para recuperar la silla. Había indagado a través del portero que el departamento del segundo, en el que en su balcón se encontraba la silla, mi silla, estaba vacío. Le ofrecí hasta algún dinero, al encargado del edificio, para que me lo abriera, pero en vano, ya que no tenía la llave o no me la quiso dar. Tampoco pude obtener la dirección del dueño, dijo algo de que era poco ético difundir tales pormenores. Lo que sea me llevó a urdir un plan estratégico.

No hace falta ser un genio para desarrollar un plan para obtener una silla, sencilla mente, deslizarme desde arriba, bajando balcón por balcón hasta llegar al mismo y luego seguir, y ya en la vereda volver por la escalera o el ascensor. Lo que sí, debo pedirle a la señora de en frente, la del departamento “A”, que me permita bajar por su balcón. Con alguna excusa no creo que me lo niegue, pensé. Así lo hice, puse una ridícula y accedí a su balcón.

Eran pocos pisos, pero me parecían una enormidad o no sé, nunca me había asomado a un balcón; creo que eso me dio algo de impresión, digo el ver desde ahí arriba. Los que pasaban se veían chiquititos. A pesar de ello, y a sabiendas que más abajo estaba la silla sola y abandonada y que seguramente me estaba esperando, me largué a las peripecias de descenso. No miraba para ningún lado, sólo la pared que de tanto en tanto me raspaba la nariz. A tientas movía un pie, luego otro, una mano, la otra, estirándome, haciéndome casi el “hombre elástico”, más aún el “hombre araña”, pero sin telaraña... así no más, desnudito; en mi mente se repetía la frase: cuando apoyas tres puntos liberas recién el cuarto, cosa que sin dudar obedecía. Me había atado una soga de la ropa por precaución, pero cuando llegué al primer balcón debajo mío, casi no puedo apoyarme dentro de él por estar colgado de la misma soga, cosa de la cual me desaté. Así continué mi descenso, tomándome alternadamente de algunos caños salientes que también conformaban las estructuras de los balcones, apoyándome en molduras, pisando sin querer varias macetas, etc...

Lo que parecía una pequeña distancia, en el tiempo de bajada me pareció eterna. Por fin llegué al balcón del segundo piso, me sangraba un poco la cara y las manos, por los roces frecuentes y la aspereza de la pared. Ahí estaba, ¡brillando como nunca!. Me quedé parado un tiempo, no sé cuanto, admirándola, disfrutándola, imaginando todo el regreso, la fiesta, el reencuentro, ya que también sería un reencuentro con ella, digo con Carla.


(XI)


Cuando la agarré me temblaron las piernas por la emoción, pero me contuve, aún quedaban dos pisos por bajar; en realidad sabía que la historia prácticamente había terminado, digo, el rescate de la silla, de todas formas no tenía que subestimar lo que me faltaba por hacer. Que todo me haya salido bien hasta ahora, nada quiere decir, seguro que debo poner más atención... no sea cosa que el diablo meta la cola justo al final, pensaba.

Con la silla entre los brazos me arrime al borde del balcón, miré para abajo y la distancia no engañaba, era más de lo que uno imagina. Claro, bajar hasta acá había sido bastante fácil, pero el resto debía hacerlo con la silla a cuestas, ya que no la podía tirar o bajarla con una soga porque no la tenía, ahí tomé conciencia que lo que me restaba era en realidad lo peor, y un nudo atravesó mi garganta. Tuve miedo, no sé por qué; pero del grande, del que te hace transpirar en frío, del que sale sabor amargo de las glándulas de la boca, del que paraliza. Tampoco sé por qué tuve la idea de la premonición, como un flash, algo que en milésimas de segundo pasó por mi vista, una tragedia.

-El miedo da pa todo- me dije y salí de la idiotización, de la perplejidad, de la inmovilidad.

Si bien la silla no era extremadamente pesada, pesaba bastante, por lo que no podría sostenerla por mucho tiempo con una sola mano, resolví atármela a la espalda. Como te dije antes, soga no tenía, y para peores estaba con una remera manga corta que con ella intenté atarla pero no lo logré, era muy escueta, ¡estas ropas modernas!. Tuve que hacerlo con el jogguin, si bien era bastante nuevo, apenas un año tenía, me dio no se qué poderlo arruinar. En realidad no entiendo por qué pensé eso, no tenía por qué arruinarse, era apenas unos minutos, ya que ni bien estuviese en el piso la desataba y me lo volvía a poner... ¿acaso pensás que entraría al edificio medio en pelotas?

Y así fue, comencé el descenso medio desnudo, pero hete aquí, cuando estaba colgado balanceándome, ya que había medio perdido los puntos de apoyo, me percaté de que el balcón inferior estaba más adentro y la separación entre uno y otro era mucho mayor, por lo que mis movimientos estirados no alcanzaban donde apoyarse y sostenerse, por lo cual quedé colgado como te dije.


(XII)


Por tanta emoción, la de estar frente a la silla y todo lo que eso me significaba, no me había percatado de los autos estacionados frente a la puerta del edificio. Más aún, antes me había fijado para abajo, fue cuando medí aproximadamente las distancias, el trayecto que me faltaba hacer. Pero nada había visto o porque no estaban o porque no le preste atención, ni mucha ni poca, nada.

-¿De qué estoy hablando, dirás... no?- Hablo de la gente que estaba abajo, del gentío digo, y de los autos negros con las coronas de flores que me parecían ver de esa posición de mierda en que estaba ahí colgando. Porque en el intento de pisar en algún lugar, me fijé y vi más allá, es decir lo que sucedía abajo, y era lo que te estoy diciendo ¡pelotudo! ¡Era un funeral!

(XIII)


Cuando se me soltaron los dedos alcancé a ver que justo aparecían varias personas portando el ataúd, y ya en la caída fui viendo las dos hileras de gente que se abrían dando paso al mismo, no se porque lo pensé y me dije: -¿no será Carla...?-. No quise gritar para no distraerlos ni molestarlos ni molestarla, claro, si iba ahí digo. Ya que se los veía tan atentos, tan serios, tan correctos, hasta se escuchaban algunos llantitos y sollozos; además no quería que me vieran ni me viera tan indiscreto allá arriba, cayendo, casi desnudo, con una silla en la espalda como si fueran las alas de un ángel de madera.

Quise como planear, tratar de esquivar, hasta había abierto los brazos y las piernas, ya parecía un paracaidista en caída libre. Y libre caía, nada me lo impedía y así fui viendo llegar el cajón, porque parecía que él se me venía encima, que subía rapidísimo. ¡Pero no!, hice nomás impacto como caía. Los seis que lo llevaban funcionaron de amortiguadores, soportaron el impacto, pero no la inercia. Estallé la tapa con el pecho, menos mal que el de chapa no lo tenía, porque lo iban a cremar. No pude cerrar las piernas ni los brazos y quedé abrazándome al muerto, en el mismo momento que los tres del lado derecho que lo portaban cedían al la fuerza de la inercia, como te había dicho antes. No sé cómo, ya que tiempo y espacio habían dejado de existir; estaba rodando tipo sánguche: muerto, yo y silla. Éramos un manojo, o amasijo o un agolpamiento o un montón de cosas enredadas que rodaban.

El griterío me fue sacando de la confusión, trayéndome a la conciencia de dónde estaba y qué pasaba. El olor nauseabundo me lo reafirmó, estaba rodando abrazado a un muerto o muerta. Nos detuvo unos veinte metros más abajo el caño de un parquímetro, quedamos: silla, otra vez yo y el cadáver, que ahora me abrazaba a mí. Curioso, no era muy pesado, pero su olor ya me daba tremendas arcadas.

Me pareció eterno el tiempo que demoraron en quitármelo de encima, cosa que les costó bastante, ya que la rigidez había dejado los brazos como ganchos duros que me rodeaban, pero lo lograron. Fue ahí que le vi el rostro, entre ese olor nauseabundo y la pelada; para peor, al retirarlo parte de sus líquidos olorientos que le salían por la nariz y la boca, habían caído sobre mi cara y cuello. A pesar del esfuerzo que hice por no vomitar y que al rostro lo había reconocido inmediatamente, por eso intentaba no hacerlo, vomité.

¡La vomite...! a Carla, digo.

La vomité a Carla que estaba ahí, a mi lado, tratando de ayudarme a levantar, la dejé a la miseria, enchastrada de la cabeza a los pies. Llegué a ver en sus ojos claramente el odio, y no brillaban para nada.



(XIV)


-Ahora que te lo he contado he vuelto a sentir el mismo olor, el asco, su mirada y la terrible vergüenza que viví. He vuelto a revivir el por qué me mude de país-. -¿Entendes, también, el que no tengo sillas en casa?-

-¿Me estas cargando?... ¡A la silla la revoleé a la mierda!-





















Texto agregado el 14-09-2008, y leído por 159 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-09-2008 Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo. Aún sigue posado, aún sigue posado en el pálido busto de Palas. en el dintel de la puerta de mi cuarto. Y sus ojos tienen la apariencia de los de un demonio que está soñando. Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama tiende en el suelo su sombra. Y mi alma, del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo, no podrá liberarse. ¡Nunca más! (Poe, El Cuervo). Espero que no sean de esos comentarios que resultan antipáticos por aquello de la comparación. Pero es lo único que se me ha ocurrido. Silla o cuervo es irrelevante, la verdad. A mí me ha gustado el texto, no en su totalidad, pero sí ciertos aspectos, lugares. En fin. Ysobelt
 
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