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Cuando la noche llegó cubriendo la aldea como si fueran las garras de una presencia maligna pero intangible, todos sus habitantes se convirtieron en posibles trofeos de un depredador cuya presencia en la región plantaba la semilla del terror después de varios años de inmensa tranquilidad.
Una lluvia insistente, a ratos tormentosa, se convirtió en la mejor aliada de esa criatura capaz de atrapar a los desprevenidos habitantes en los parques, calles y alcobas. Cunas repentinamente vacías, hombres fornidos forzados a través de angostas chimeneas y mujeres que desaparecían de sus espejos mientras maquillaban sus rostros a través de una ventana eran algunas desapariciones de las últimas horas.
Hasta un par de meses atrás cualquier mención respecto al tema era una simple historia que sobrevivió en el tiempo como leyenda urbana.
Fue algún anciano del pueblo quien contó de un demonio que brotó muchos años atrás de la mina de carbón, dejando a su paso las pieles vacías y ennegrecidas por el hollín de inocentes mineros.
Y era allí, en ese mismo momento, muy profundo en el socavón, hasta donde llegó a paso lento e inseguro un hombre de estatura mediana, delgado y gruesos anteojos apoyados sobre una nariz huesuda. La humedad en el aire empapaba su rostro. Apenas si podía respirar debido al aire enrarecido.
Presintiendo el momento esperado, se detuvo, rasgó sus vestidos como librándose de unas ataduras y buscó con sus ojos lo que no podía ver en aquella oscuridad absoluta. Una intensa arcada doblegó su cuerpo sobre el fino polvillo negro. Aspiró profundo con los brazos apretando su abdomen, experimentando el mismo dolor aterrador de otros días.
Sólo experimentó impotencia cuando sintió sus maxilares crecer en medio del crujir de huesos fracturados y soldados otra vez para albergar nuevos y afilados dientes.
Eran tantos los cambios en su cuerpo que un dolor opacaba otro. Las falanges de sus dedos crecían retorcidas con uñas curvas y afiladas. Todo su interior parecía darse vuelta mientras sus órganos buscaban nuevos sitios donde acomodarse.
Mas que un grito fue un aullido de dolor el sonido que brotó de su nueva garganta incapaz de articular palabras. Los huesos de sus piernas crecían hasta dos veces su tamaño estirando dolorosamente tendones, piel y músculos. Intensas contracciones lo mantenían doblegado sobre los bordes filosos de pequeños trozos de carbón que herían su piel como una insignificante tortura más.
Pudo sentir el nacimiento de cada uno esos huesos delgados como pelos desde lo profundo de su nueva espina dorsal recubierta ahora de pequeñas placas córneas. Cuando todo parecía terminar una sensación más dolorosa explotó en su espalda. Algo crecía rápidamente a partir de sus omoplatos abriéndose paso a través de su piel mientras desplazaba toda la estructura ósea de su tórax. No podía ver pero sus garras palparon los nuevos apéndices cuya suavidad le recordaba de manera sutil la seda que usaba en su vestuario.
Otra vez se sintió seguro; nuevamente se sintió dueño del mundo. Se irguió y su nuevo cuerpo casi ocupó todo el diámetro del túnel.
Desplegó suavemente sus alas y batiéndolas torpemente agitó el aire húmedo a su alrededor. De repente, esa sed intensa, esa sed por nutrir de sangre su nuevo cuerpo, apareció. Recordó ese pueblo lleno de cuerpos listos para ser sacrificados que garantizarían su milenaria supervivencia. Dio un par de zancadas y antes de volar hasta la fuente de su eterna juventud alargó una de sus garras y recogió lo poco que quedaba de sus vestiduras: una sotana hecha jirones y un crucifijo adherido a una cadenilla partido en dos.
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Texto agregado el 13-09-2008, y leído por 149
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