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Fue al despedirse que vio la hora en su reloj de pulso: dos y cinco minutos de la madrugada. Mareado por el alto nivel de alcohol en su sangre no escuchó la recomendación de sus amigos y condujo él su propio auto. Que estaba bien y que con tragos era más hábil conduciendo porque tenía más reflejos, dijo convencido.
Encendió el auto y arrancó no sólo el motor sino también la reja de protección del jardín.
Un aire cálido, adormecedor, invadió el interior apenas cerró la portezuela. Sintió sueño. Quería dormir días enteros, dormir profundamente durante años pero distinguió a lo lejos el cruce del ferrocarril y esforzándose abrió más los ojos. Miró a través del espejo retrovisor y captó la soledad de aquella carretera.
Con un esfuerzo casi sobrehumano para no dormir miró la hora: dos y veinte minutos de la madrugada. Apagó la luz interior y observando la señal vial indicando el paso del tren pisó a fondo el acelerador tratando de cruzar primero. Fueron escasos milisegundos los que evitaron el choque de su auto con la locomotora. Un olor de neumáticos quemados invadió su nariz. Aspiró profundo maravillado de sus reflejos y agilidad con el volante; sería una buena historia para alardear con sus amigos, pensó.
Casi no cabía en el asiento por el orgullo que sentía de si mismo y pensó que tenía razón. El alcohol mejoraba su agilidad y rapidez mental.
Bostezó aperezado. La resequedad de su boca y un aliento acre recordaron a su cuerpo la necesidad de ingerir algún líquido. Miró a ambos lados de la carretera buscando un lugar para detenerse pero sólo una densa neblina rodeaba el vehículo. Si algo existía afuera de su auto no lo sabía porque nada podía ver. Las ventanillas eran la única protección contra ese exterior desconocido y amenazante.
Sin haberlo experimentado nunca, ahora sentía una fuerza superior queriendo aplastarlo, volverlo una bola muy pequeña de carne y huesos para luego arrojarlo en algún lugar de esa nada aterradora.
Deseó salir, poder respirar libremente, correr y correr con tal de escapar muy lejos en el espacio y el tiempo.
No supo cuando ocurrió pero ya el auto estaba detenido y él afuera, los brazos y la cabeza apoyados en la capota respirando aceleradamente. Sólo veía asfalto debajo de sus zapatos y a su alrededor la misma densa, eterna y profunda neblina. Dio tres pasos adelante, aspiró lentamente, giró de regreso hasta el auto pero no lo halló. Aterrado, caminó en un sentido y otro buscando un vehículo que parecía no haber existido nunca.
Miró en su muñeca temblorosa el reloj digital y se asombró al ver la hora: dos y veinte minutos de la madrugada. Comprendió instantáneamente que era la misma hora de quince minutos atrás; el reloj parecía funcionar bien y eso más lo asustó. Rápidamente, como aspirada por una máquina gigantesca, la neblina fue desapareciendo.
Vio las luces intermitentes de varias ambulancias, patrullas de policía y equipos de bomberos intentando rescatar un conductor atrapado entre un montón de hierros retorcidos y humeantes. Toda la zona estaba acordonada con cinta amarilla. Miró a ambos lados de la carretera y reconoció el lugar. Era el mismo paso del tren que cruzó minutos antes. Se acercó hasta el límite policial atraído por el color del auto accidentado; era parecido sino igual al suyo.
Pudo observar como una pareja de adultos bajaban apresurados de un auto acompañados de una hermosa mujer. Entrecerró los ojos para lograr agudeza visual y reconoció a esas personas. Los llamó pero papá y mamá no lo escucharon. Gritó dos, tres veces su nombre y su esposa tampoco lo escuchó.
Dio unos pasos y la línea policial no lo detuvo; su cuerpo pasó a través de ella como si estuviera hecho de la misma densa neblina que acompañó su viaje en la carretera. Caminó sin sentir el peso de su cuerpo. Llegó hasta el auto accidentado y vio que era su auto. Miró adentro y era su cuerpo el que yacía atrapado entre hierros retorcidos humeantes, sangrante y sin vida.

Texto agregado el 13-09-2008, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


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