Mi señor Caballero de la Triste Figura:
Me llena de rubor su ofrecimiento de dar la vida por mí, si yo así lo quisiera, pero no puedo pedirle tanto por el agravio que cree haberme causado a través de quien relata sus andanzas. En mis salidas, oculta mi identidad bajo capa, y dentro de un carruaje, llegó a parecerme mucho menos aburrida esa mujeruca que urdió con mi nombre. A fin de cuentas, una zagala restregando ropa en el lavadero y riendo los chascarrillos de los mancebos que por allí pasan, es un soplo de aire fresco, una florecilla silvestre, de esas que crecen en las praderas y que huelen a libre albedrío. No me quedo con los sabañones en las manos, ni con las ropas sucias y toscas. Tampoco con una supuesta fealdad que el tal don Miguel se empeña en filtrar con la tinta de sus escritos. Me emocionan otras cualidades que vuesa merced vio en mi persona.
Nunca le pedí nada, aunque también es verdad que me pareció demasiado generoso por su parte, ofrecer una ínsula al necio de Sancho, que sólo piensa en comer y conservar su pellejo. Vuesa merced merece otro escudero más acorde con su linaje, a la altura de sus bellos sentimientos, de la bravura en defender a su amada. Es hora de que piense en mi primo Benito de Torquetuertos, que si bien le falta un ojo, le sobra valor para seguir a su señor a donde hiciere falta. Del pago, puede llegar a un acuerdo con él. Unos maravedíes, comida y techo y la ínsula que ofreció a Sancho, será suficiente. Pero, mi señor, tengo un padre anciano que vive casi en la indigencia. ¡Sería tan hermoso que se ocupara de él! Uno de esos castillos que refiere haber conquistado, podría salvarlo de la intemperie. Y un terreno donde plantar trigo para el pan, con sus prados y sus vacas que le dieran leche. Claro que sería menester algunos labradores y otros empleados para llevar a buen fin las tareas del campo. Porque a mi padre el reúma le tiene agarrotados los dedos de manos y pies y no puede hacer trabajo alguno. De unos tíos míos que viven en Corral de Calatrava, he tenido malas noticias últimamente. Parece ser que un rayo cayó sobre la zahurda y dejó al único cerdo que engordaban para la matanza, hecho carbón. Espero de su merced, que tenga a bien enviarle unos cuantos marranos para que puedan cubrir sus jamones con sal en las artesas y colgar los chorizos del techo de la cocina y que se curen con el humo de la candela. Sabrá apreciar unas lonchas de tocino y unas tajadas de carne con las que, estoy segura, le agasajarán mis tíos en cuanto dispongan de los cerdos.
En cuanto a mí, sepa vuesa merced que ando harta del amancebamiento por unos cuantos maravedíes, con caballeros que no conocen el jabón y el agua. Insuficientes para comprar un bonito vestido, un sombrero con pluma de ave, unos botines acharolados. Menos aún para comprar remedios con los que curar las enfermedades que este oficio conlleva. Además que ya he pasado de los treinta y noto al masticar la carne, los primeros rigores de la edad en el malestar de mis dientes. Quisiera pedirle, pues, mi señor, no que me libere de esta vida llevándome consigo en sus aventuras, por otro lado harto fatigosas; lo mío es más sencillo. Bastará con una visita al vizconde Ronualdo de Tocho Mocho. Dicen todos que tiene un arcón lleno de monedas de oro. Dicen y es verdad. De ello puedo dar fe. Me engañó. Sedujo a la moza de trece años que yo era, prometiéndome una de aquellas monedas a cambio de yacer con él. Y una vez conseguido su propósito, me lanzó a la calle. En ella ando desde entonces. El arcón está en el doblado, tapado con una manta toledana. Vuesa merced ya sabe lo que debe hacer.
Su amada, Dulcinea del Toboso.
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