El discípulo le dijo con timidez: “Noble ser iluminado, entiendo las lecturas que refieren al peligro de la lujuria en el camino del asceta, comprendo que es un enemigo mortal de la autorrealización, empero –no me explico porqué- mi mente se resiste a prescindir del deseo...”
Ante el silencio del sabio, el discípulo se puso incómodo y quiso condescender: “Perdona maestro, mi ignorancia perenne, pero es que a veces siento que la lucha está perdida y solo estoy dilatando el tiempo para mi derrota..”
Entonces la sabiduría se derramó: “La lujuria, y lo recuerdas, se asienta en los sentidos, la inteligencia y la mente: si te empeñas en regocijarte con tus sentidos, si te permites la constante reflexión en torno a un deseo y su objeto de satisfacción, si no obligas a tu mente a tomar las riendas de tus sentidos para que te lleven al único punto donde vale la pena pretender llegar...” En ese preciso momento, entró un pequeño grupo de seguidoras allende el océano, habían soñado con llegar al ashram y hablar con su iluminada gracia. El discípulo que hacía de guía del grupo se disculpó ante el maestro y ofició en las presentaciones y preguntas. La charla inicial tuvo que finalizar.
Casi inmediatamente, dos pares de ojos se enfocaron aparentemente por azar uno en el otro y rompieron la santidad del templo. La lujuria se asentó en la vista de ambos, la inteligencia les advirtió sobre lo que hacían, aunque alentó el arrobamiento con que dos mentes armarían un mismo poema de amor desposeído, desautorizado, empapado en ansiedad, enmascarado en devoción.
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