Ya llevábamos cerca de año y medio de estar juntos. Cada vez que nos veíamos, cada vez que hablábamos, cuando estábamos juntos, todo lo que hacíamos. ¡Todo! Todo era... no sé cómo decirlo; era una experiencia indescriptible. Para mí todo era genial. Las sensaciones tomaban posesión de cada parte de mi cuerpo. La mente jugaba a ser poeta, mientras el corazón, a cada recuerdo de estar a su lado, se aceleraba y deseaba volver a verla pronto. Los paseos por la calle, las salidas al cine, cada instante representaba en mí el encuentro con la muerte donde por fin descansaría para siempre en los brazos de la alegría.
Finalmente llegó la prueba de amor. El momento exacto, la noche perfecta para entregarnos el uno al otro. Preparé la cena, arreglé la casa, compré sábanas nuevas para nuestra noche de pasión; aromaticé toda la casa, coloqué flores por todos lados, me perfumé y me puse la mejor ropa que tenía y esperé hasta que dieron las nueve de la noche cuando por fin ella llegó. Cenamos, hablamos, reímos hasta que llegó la hora de ir a la cama. Nos besamos, nos acostamos, nos fuimos quitando la ropa lenta y sensualmente, recorrimos cada una de las partes de nuestros cuerpos y nadamos en la fuente del sexo. Y luego, en el clímax de nuestro cariño, justo cuando íbamos a culminar nuestro complaciente juego, ella tomó sus cosas, se puso la ropa, tomó su bolso, sacó una nota y se marchó para siempre. La nota decía:
- Lo siento Julián, no puedo más. Me es imposible seguir contigo. La razón: amo a Juana.