Como el vino que sale de la botella y cae en un embudo para ser canalizado hacia otro recipiente, allí donde quedará guardado -tomando solera- hasta que a algún alma esquisita le apetezca. Es algo así.
Como ser empujado y caer desde una altura de miles de metros, pero lo peor es el peso psicológico que supone sentirse completamente sin nadie, aislado de todo.
Caer al suelo de una fría y menuda habitación donde malviven una cama de cemento y una pequeña ventana cerca del techo tapiada a conciencia de barrotes oxidados. Le hace sentirse a uno el ser más minúsculo del planeta dentro de una atmósfera densa y vacía.
Es una experiencia que aconsejo a todo aquel indisciplinado en materia del corazón: el miedo a la oscuridad es indistinguible comparado con el miedo a la soledad. El primero es infantil, el segundo es una emoción que acongoja, que apreta el ánima de tal manera que necesitas explotar, ¡ahora mismo! En cualquier momento.
Sin saber qué significará tal maldición.
Los lobos saben de qué estás hablando. Se miran continuamente unos a otros, a los ojos, para saber cuando, cualquiera de ellos, puede desquiciarse. O dormirse, en cuyo caso el resto se le echará encima para dar cuenta de sus huesos.
Los soldados envueltos en guerras ajenas también lo saben. En todo uniforme de cuerpo sin vida se encuentra algún objeto personal, una foto, una carta, un colgante, un mechón de pelo, que no sirven sino para maldecir a los que les engañaron con demagógicas palabras de un mundo mejor.
Caer sobre el tiñoso suelo es simbólico, acompaña al estado mental para formatearlo. La impotencia ante los muros plagados de textos de odio y dolor te hacen sentirte como un animal, todo comienza a tambalearse, desde los más superficiales principios hasta los más firmes y enconados.
El tiempo pasa -las noches van más despacio- y tus enemigos sellan contigo escrupulosos contratos donde la soledad se hace aliada, la dura introspección, el autojuicio se hace habitual, el dolor se acepta como parte de un descabellado peaje, la muerte ronda entre la hierba que pisamos.
De pronto, unas manos con más arrugas que tiña, ascienden hasta el borde de la ventana. En un sobrehumano esfuerzo se alza el cuerpo entumecido por la rabia y la humedad, para que los ojos vean algo de la blanca luz exterior.
Se oyen voces ¿quién será? ¿de dónde vendrá?
¿Culpable o inocente?
Cuando el orgullo perece nace la curiosidad... miras dentro de las sombras que te rodean en la celda y con una asquerosa tristeza descubres la taza alitósica del rincón.
Más tarde un bocadillo de mortadela, una manzana y una botellita de agua dentro de una bolsa de plástico blanco se deslizan entre la boca de buzón que hay en la puerta: es la cena.
“¡Pero mañana seré libre de nuevo!”, rezan unas letras negras encima de la puerta metálica.
La esperanza te mantendrá joven, te mantendrá vivo, por muchos años que corran sobre la ventana de tu celda, sobre tus espaldas ennegrecidas por el sol de los patios, siempre estará ahí escrita la palabra esperanza para recordarte lo que eres. Y lo que no eres. |