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Eras un niño feliz, todos en el palacio te adoraban, tu padre te miraba orgulloso cuando vencías en las luchas a todos los muchachos de tu edad con una facilidad sorprendente. Las mujeres admiraban tu belleza, te pellizcaban las mejillas y desordenaban tus cabellos en ademán de engreimiento. Cuando creciste tu belleza y fuerza se incrementaron, y la admiración y el respeto por ti también. Entraste al ejército como era la ilusión de tu padre, fuiste el general más joven en toda la historia de tu nación, eras sin dudarlo el mejor guerrero de un temible y poderoso regimiento. Luchaste en varias batallas sin ser derrotado nunca, la tropa bajo tu mando conquistó vastos territorios, eras el héroe más apreciado y querido por el pueblo. Hasta que ocurrió aquel hecho que te cambió la vida, te encontrabas en la batalla más importante porque te enfrentabas a los adversarios más crueles y feroces, escuchaste el estruendo de sus tambores, te acercaste y pudiste comprobar que lo que decían de ellos no era un mito, esos malditos tambores estaban hechos de piel humana, de la piel de sus enemigos vencidos. Ni siquiera en ese entonces tuviste miedo, nunca lo sentías, diste la señal de avanzada, los atacarías de frente como siempre lo hacías y como siempre te resultaba. Sin embargo, esta vez fue diferente, tal vez, habías subestimado a tus enemigos, viste a tus hombres caer como moscas, los enemigos los estaban destrozando, esos tipos no eran humanos, eran bestias, estabas seguro de que los viste arrancar pedazos de piel a tus hombres a mordiscos y estrangularlos con sus propias manos. Mataste decenas de ellos, pero no retrocedieron se te abalanzaban más y más bestias, ¿acaso estos malditos no saben que es el miedo?, te preguntabas. Y sucedió, uno de esos bárbaros te mordió la espalda y empezó a brotar tu sangre a chorros, nunca te habían herido, ni siquiera en las innumerables batallas y guerras en las que participaste, ningún hombre era capaz de semejante proeza, pero esos tipos no eran hombres, eran animales salvajes, perdiste el equilibrio y caíste al suelo, ese fue el momento en que sentiste por primera vez esa desmesurada furia apoderarse de ti, era como un líquido caliente que bullía en tu interior, luego el estado de semiinconsciencia exquisita.

Todos vieron como aquel monstruo apareció en medio de la batalla, era algo parecido a un puma, tenía garras, pero la cabeza era como la de una serpiente con enormes y afilados colmillos. El engendro atacó a los hombres de uno y otro bando, los zarpazos y mordidas convertían a los hombres en amasijos de sangre y tejidos desgarrados. La confusión y el temor hicieron que los guerreros salieran corriendo en todas las direcciones, con la finalidad de huir de la furia de aquel temible ser sin importarles en lo más mínimo el resultado de la batalla.

Despertaste y tu padre estaba a tu lado. Le preguntaste presuroso por el resultado de la batalla, tu padre agachó la cabeza, y te dijo que eso no importaba, sabías que no habías ganado y te entristeciste. Ya no estabas herido, pero no te paraste de la cama por días, estabas deprimido o algo parecido, era una sensación mezcla de decepción y desconcierto, tu padre venía todos los días a verte y en su cara la mueca de preocupación no podía ser disimulada. Te veía ahí acostado y el corazón parecía encogérsele, no pudo aguantar que el fuerte, valiente y enérgico muchacho que tanto lo complacía estuviese ahora muriéndose en vida. Te contó una verdad que te sacó de la caverna penumbrosa donde te encontrabas, era una verdad tan luminosa que te encegueció. Al principio te reíste te pareció un chiste bobo de tu padre, lo miraste a los ojos y comprobaste que lo que te había dicho era en serio ¿Tú, hijo del dios Pariacaca? parecía un disparate, era verdad que te destacabas sobre los otros, pero no creías que tuvieras ascendencia divina; de pronto, recordaste esas imágenes borrosas de la batalla, recordaste esos ojos espantados, y todos corriendo como locos fuera de tu alcance, pensaste que era un sueño, una divagación de tu mente; sin embargo, ese poder asombroso que sentiste coincidía con lo que te reveló tu padre. Saliste corriendo, buscaste un espejo, te miraste y no encontraste nada en tu rostro de especial o diferente, volviste a mirar esta vez con más atención, había algo, la aureola de un poder todavía por manifestarse, decidiste en ese preciso momento que conseguirías controlar ese poder que desplegaste involuntariamente en el campo de batalla. No tenías idea de como lo harías, que había sido lo que activo ese poder ¿sería la furia?, ¿sería el peligro?, ¿o tal vez el clima, el tiempo, el lugar? No lo sabías. Te alejaste de todo y de todos, trataste de enfurecerte, ponerte en peligro, volviste al lugar de la batalla, pero nada, no sentiste que el poder regresara a ti. Deseabas obtener ese poder más que cualquier otra cosa, nunca habías sentido una pasión tan desbordante.

Un buen día cansado de tu ausencia tu padre fue a buscarte para traerte de regreso, él y su escolta te encontraron.

- Ven hijo, volvamos a casa, vuelve hacer el general victorioso, el orgullo de tu padre.

Lo miraste y luego de un tenso silencio le respondiste.

- No soy tu hijo asqueroso e insignificante ser humano.

Y enseguida te abalánzate sobre él y sus custodios, los mataste a todos incluyendo a tu padre, habías vuelto a obtener el poder que tanto deseabas, pudiste derrotar fácilmente a los más poderosos guerreros. Te miraste la mano, ya no era una mano era una poderosa y mortal garra, corriste a la laguna y observaste tu rostro, viste por primera vez la señal de tu poder, esos atormentadores ojos color turquesa. Habías obtenido la clave, si querías el poder divino solamente tenías que deshacerte de la parte humana de tu ser, empezaste bien convirtiendo el cariño y respeto por el que creías tu padre en odio hacia un mediocre e indefenso mortal.

Texto agregado el 12-09-2008, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


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