Imagínate que un buen día te despiertas, acudes al cuarto de baño como siempre haces, medio dormido todavía, y descubres para tu sorpresa (o quizá sea perplejidad) que te han aparecido llagas en las manos, como si hubieran sido atravesadas por sendos clavos, pero que esas llagas, para más inri (nunca mejor dicho) están ya cicatrizando, con la sangre seca. Y que todo eso te ha pasado durante la noche, mientras dormías plácidamente.
Sigue imaginando y visualízate con nuevas llagas en los pies, y después con una herida en el costado, y añade rasguños, arañazos y marcas de latigazos por todo el cuerpo. Y siempre por las noches, en tu descanso nocturno.
Acudes al médico y lo único que consigues es que te digan que tienes un trastorno de personalidad. El doctor, serio y típico, de esos de gafas de pasta, te explica con voz neutra que dentro de tu cabeza se ha producido un desdoblamiento, y para que lo entiendas te lo explica con el ejemplo del interruptor: de vez en cuando, tu verdadero yo se desconecta y aparece el otro, el que te autolesiona; luego ese otro yo se “apaga” y vuelve tu verdadero yo, quien no recuerda nada de haberse lesionado y que se muestra desconcertado (eso es, desconcertado, queda mucho mejor que ”sorpresa”, dónde va a parar) ante las heridas.
Recuerdas que estuviste dudando, que quizá sí, quizás te has vuelto loco, pensabas, recuerdas el papel sobre la mesa, con el bolígrafo ofrecido por el médico para que firmes la autorización de internamiento en el psiquiátrico, y que estuviste a punto de hacerlo hasta que algo dentro de ti te dijo No, así, con mayúsculas, un no rotundo, un yo no estoy loco, de eso estoy seguro, un me niego a que me frían el celebro mediante electroshocks, que ahora se han vuelto a poner de moda en la psiquiatría, a que te aturdan con medicamentos para mantenerte en letargo. Así que te levantaste y disculpándote ante el doctor saliste del hospital, aun siendo consciente de que en cuanto saliste por la puerta el doctor estaría llamando a la policía, eras un peligro para ti y quién sabe si para los demás, quién sabe hacia dónde evolucionará tu locura. Así que ya en la calle sabes que no puedes volver a casa, que deberás huir hacia donde sea, al menos durante un tiempo, hasta que se olviden de ti y tu caso sea otro más en un archivo.
Sacaste todo el dinero que tenías en tus cuentas, porque no podrías usar las tarjetas, eso daría pistas de dónde estabas, y con ese dinero entraste en una tienda y compraste una mochila, y en otra varias mudas, y varias camisetas a cuál más horrible y un par de pantalones cortos puesto que es verano y así tendrás pinta de turista. Fuiste con todo eso a la estación de tren y elegiste el primer viaje largo que estaba en el panel. Así que, tras tanto tiempo de desear visitar aquella parte del país que estaba en la otra punta, ibas a poder verla ahora, fíjate qué cosas.
Pero claro, no, no querías visitarla así, no huyendo, no sintiéndote como una mierda, como un jodido loco, sintiéndote tan triste que tuviste que hacer verdaderos esfuerzos para no llorar, y la señora de al lado te miraba con ojos extraños. Y cómo no te va a mirar así, imbécil, te dijiste, si tienes cicatrices horribles por todos lados, sobre todo en las manos, que con el ajetreo de la huida casi te habías olvidado de que no puedes ir por ahí así como así, que pareces un jodido letrero andante que dice bien alto y claro Miren, mírenme, soy un jodido loco.
Así pues te tuviste que bajar en otra estación antes, comprar nueva ropa para tomar un tren a una zona donde hiciera frío, a otro país, donde pudieras llevar ropa que te tapara el cuerpo, donde llevar guantes y un gorro, o un pasamontañas, donde nadie te conociera y sólo fueras un extranjero más, donde no podrían localizarte.
Y tuviste que tomar varios trenes para acabar subido en un autobús que te llevó a una zona llena de verdor donde la temperatura máxima no subía de los diez grados, un zona bordeada de costas salvajes y bravas, y donde te sentiste por primera vez en mucho tiempo, bien, a gusto, incluso se podría decir que feliz, aunque no tanto, porque a lo largo del día te asaltaba la tristeza y las dudas te carcomían. Eso y que tu dinero es limitado, no tendrías para mucho más, tendrías que buscarte un empleo, lo que fuera, al menos estarías la mayor parte del día ocupado y podrías comer. Resultaba curioso cómo tan sólo semanas atrás plantearse tener un trabajo de esos de mierda hubiera sido la mayor de las humillaciones y ahora lo necesitabas, lo deseabas con fervor.
Te pasaste varios días recorriendo los pueblos cercanos, en búsqueda de cualquier ocupación, y nada, no te salía nada, y a pesar de que te dabas ánimos la verdad es que estabas muy inquieto, y otra vez triste y otra vez con dudas. Pero finalmente te salió algo, un trabajo de ayudante en una carpintería. No te diste cuenta del chiste al principio, contento como estabas por tener un empleo, a pesar de que el sueldo era tan bajo que sólo te daría para pagar una habitación de realquilado y para pagarte la comida, y poco más. Tampoco caíste que el nombre de tu jefe bien podía traducirse por José, aunque cuando lo hiciste, te encogiste de hombros y no te detuviste en pensar nada más. No estabas loco y no querías estarlo. Tu jefe se dio cuenta de tus heridas en el rostro y en los brazos, puesto que a veces te remangabas para trabajar, aunque por suerte usabas guantes en el trabajo y no vio las señales más feas, esos agujeros en tus manos. No volvieron a salirte más marcas, pero tampoco se fueron las que ya tenías. Y tu jefe pensó, porque así te lo comentó un día, así como de pasada, que habías salido de la cárcel. Te dijo concretamente que él creía en las segundas oportunidades porque de joven fue muy bandarra y también estuvo preso. Ese “también estuvo preso” acompañado de una palmada en la espalda es lo que te puso sobre aviso. Llegaste a pensar en deshacer el equívoco, pero te frenaste a tiempo, porque al fin y al cabo, explicarle la verdad hubiera sido peor, mucho peor, sin duda.
Claro que no todos en el pueblo pensaban igual, porque muchos recordaban a tu jefe en su juventud, y aunque hacía ya veinte años que trabajaba en su carpintería de forma honesta, los había que desconfiaban de él, así que, por extensión, desconfiaron de ti, y con más razón, pensaban, porque tú eras un extraño en una zona muy tranquila en la que no necesitaban a gente rara que fuera a formar alboroto. Además no acudías nunca a los bares, ni a misa, ni se te conocía amigos o amigas, así que tenías toda las cartas para que te tacharan de raro y se preguntaran quién coño eras tú y qué andabas buscando. Alguno incluso insinuó que no fueras a ser un terrorista de esos, que estuvieras preparando un atentado o algo así, porque en esa carpintería tampoco podrías ganar mucho y los pocos que te habían oído hablar afirmaban que tenías acento extranjero. Y por allí no solían venir muchos extranjeros a trabajar, la verdad.
De ahí fue fácil llegar al siguiente paso, al ataque verbal de aquel tipo que había tomado unas copas de más y que se tropezó contigo cuando volvías a casa de trabajar en una jornada que se prolongó más de lo debido, y que tu jefe te prometió compensar con un festivo la semana siguiente, festivo que tú rechazaste porque qué ibas a hacer. Así que el tipo, con ese hablar pastoso de los bebidos, comenzó a increparte, y aunque no eres de esos capaces de aguantarlo todo, no le respondiste, ni replicaste, simplemente lo esquivaste, no querías pelea ni te convenía. Pero el borracho erre que erre, y seguía molestándote, y te llegó a zarandear, por lo que pudo vislumbrar tus cicatrices y te sacó un guante de un tirón porque quería pelear contigo y fue entonces cuando vio tu horrible herida en la mano. Eso te libró de la pelea, porque el tipo se asustó, vete a saber qué pasó por su cabeza al ver la herida, pero te perjudicó más si cabe, porque el tipo lo contó en el bar y los tertulianos decidieron hablar con el policía, que debía investigarte, averiguar cosas de ti, porque no era normal tanta herida en una persona. Al menos en una honrada.
Y el policía, aunque tranquilizó a los lugareños y en cierta manera te defendió, lo hizo tan sólo para evitar conflictos, para evitar que alguien se encendiera demasiado y se fuera a tomar la justicia por su mano. Pero pensó que hablar contigo tampoco haría daño a nadie. Así que por eso lo viste al salir del trabajo, haciéndose el pasaba por aquí, el me permite acompañarle mientras paseamos, el vamos a hablar de cosas sin importancia, al fin y al cabo es lo que hacen los vecinos, ¿no?, simplemente conocerse un poco. Y notabas cómo te taladraba con la mirada, y cómo tus respuestas escuetas y esquivas, también provocadas por la timidez y por tu poco dominio del idioma, añadían más leña al fuego y la llama de la sospecha iba adquiriendo brío.
A partir de ese momento lo veías casi todos los días, te cruzabas con él yendo al trabajo, volviendo a casa, cuando acudías a realizar tus compras, entrando en la tienda cuando salías tú, seguramente para preguntar qué habías comprado, o qué había dicho, o vete a saber qué.
Otro día lo viste salir de la carpintería justo cuando entrabas tú, y tu jefe te comentó que había venido preguntando sobre ti, y el jefe te preguntó si tenías algo que decirle, con ese tono y esa actitud de quien te está en realidad preguntando si estabas ocultando algo. Y tú, claro, decías que no, pero se te notaba poco convencido, lógico, porque sí tenías que esconder, pero no lo que seguramente ellos pensaban. Ni por asomo sabrían lo que en realidad ocultabas. Cómo explicarlo, cómo.
Así las cosas, no tenías más remedio que volver a viajar, volver a huir, y sin decir nada a nadie. Le pediste el día festivo pendiente a su jefe y este, hombre de palabra, te lo concedió, y te preguntó si ibas a hacer algo, y tú, sonriendo para disimular, respondiste que sí, que te ibas de excursión, a lo que el jefe, cabeceando, comentó que le parecía bien, muy bien.
Sólo había una parada de autobús, y sólo dos autobuses, uno que unía a varios pueblos y el otro que realizando múltiples paradas llegaba hasta una ciudad cercana. Éste es el que debías tomar, para allí subirte al tren o a otro autobús que te alejara lo más posible de esa zona. Faltaba un buen rato para que llegara, y como no tenías qué hacer, simplemente te pusiste a esperar, con tu mochila en el suelo, las manos en los bolsillos y el billete guardado en la cartera. El policía apareció y comenzó a preguntarte, nuevamente como quien charla con un vecino, pero en su mirada había algo, algo que te ponía nervioso, y resultó que tenías razón, porque de repente el policía te invitó a acompañarle a la comisaría, a seguir charlando un poco más. Tú no sabías cómo escapar de esa invitación, porque si te negabas elevarías las sospechas sobre ti, pero si accedías quién sabe si te acabaría deteniendo, y en el fondo te parecía terriblemente injusto, tú no habías hecho nada, tan sólo trabajar y trabajar, y tampoco lo estabas haciendo ahora, sólo esperabas el autobús. Y eso fue más o menos lo que le respondiste, que no podías porque estabas esperando el autobús.
Pero el policía no cejaba en su empeño, al fin y al cabo salía otro a la tarde, qué tenía de malo dedicarle un ratito a charlar, cuando no se tiene nada que esconder qué tiene de malo hablar, ¿verdad? Y ante tu negativa ya te soltó la pregunta directamente, que si tenías algo que ocultar. Y tú tragaste saliva y dijiste un no, nada, pero así como quien deja escapar un suspiro. Y eso reafirmó al policía, quien sujetó la porra aunque la mantenía bajada y te tocó el brazo para que le acompañaras, con un tono y actitud que decía claramente que no iba a aceptar una negativa por respuesta.
Con la tristeza pintada en el rostro, la cabeza gacha, los hombros caídos, arrastrando la mochila, te dejaste llevar hasta la comisaría, no tenías escapatoria. A pesar de que no era necesario, el policía te conducía sujetándote por el brazo, acentuando la impresión delante de todos los vecinos de que estabas siendo detenido, a pesar de que no era así, pero no había forma de no pensar eso, qué pensarías tú si ves a un policía sujetando por el brazo a un hombre mientras iban a la comisaría, que estaba además justo en la plaza del pueblo, y con el bar de camino, el bar donde se reunían los que sospecharon de ti, y que ahora se asomaron para mirarte, algunos increpándote, y el borracho del otro día, hoy más sereno por ser temprano, insultándote ante la pasividad del policía, quien se mantenía serio, caminando con cierto aire marcial.
Te metió en una pequeña celda limpia pero que olía a orín y a humedad tras echar un hombre que se encontraba durmiendo la mona, lo envió a casa y le dijo que bebiera menos, y luego el policía se quedó con tus papeles, y viste cómo empezaba a realizar gestiones mediante el ordenador, también llamando por teléfono, y luego te dijo que salía un momento, que estaba a la espera de una información, que si querías algo, un café o así, y dijiste que no, que lo que querías era tomar ese autobús y visitar la ciudad. Fue una respuesta sincera pero que el policía la tomó por arrogante, cuando entre tus pecados nunca ha constando la arrogancia, aunque eso es cosa difícil de saber si no se te conoce bien de cerca y de tiempo.
Un par de horas después el policía volvió a entrar limpiándose el bigote, señal inequívoca de que había estado tomando o comiendo algo, y se dirigió hacia el fax, donde un rato antes escupió una hoja. La miró ceñudo y con detenimiento y luego, dejándola sobre la mesa, se acercó a ti haciendo sacudir las llaves. No tiene usted antecedentes, te dijo, pero eso no significa que me fie de usted, añadió, y abrió la puerta y te dijo que podías salir. Sin decir nada te cargaste la mochila al hombro y fuiste a la parada del autobús. Si durante la noche anterior tuviste alguna duda sobre la conveniencia o no de largarte del pueblo, ahora no te quedaba ninguna, con un policía amenazándote y unos lugareños que no te querían. En el fondo a ti te daba igual estar allí o en otro lado, por lo que nada te ataba. Bueno, quizá tu jefe, quien siempre te había tratado con corrección, pero eso no bastaba.
Hasta el siguiente autobús faltaban todavía dos horas, te sentaste pues dispuesto a esperar, tras comprar otro billete, que el otro ya no servía. Dos horas puede ser mucho tiempo, demasiado a veces, o mejor dicho suficiente para que ocurran cosas, cosas malas, como que se te acercaran cuatro hombres que te habían seguido al verte salir caminando de la comisaría, como si tal cosa. Tú te mantenías en silencio, te pusiste de pie, acercándote a la garita donde expedían billetes, con la esperanza de que al haber testigos te dejaran en paz, pero no, no lo hicieron, te sujetaron incluso, porque querían llevarte a un lugar, te decían mascullando, y ya sabías qué querían decir con eso, que te querían dar una paliza, por lo que es normal que comenzaras a forcejear, a elevar el tono de voz, a pedir que te soltaran, a mostrarte agresivo, a responder a las provocaciones y a los golpes, que si bien empezaron siendo más bien empellones, en seguida subieron de categoría y se convirtieron en puñetazos. Claro, tú respondiste, pero eran cuatro, y nunca has sido ningún forzudo, y dejaste de practicar el kárate a los pocos meses de comenzar, cuando viste que emular a Bruce Lee no iba contigo, y de eso hace ya muchos, muchos años, un crío eras entonces, por lo que no, no pudiste evitar que te sacudieran bien, mientras te iban insultando e ibas perdiendo el conocimiento hasta quedar desmayado sobre el suelo, sangrando por esas extrañas heridas que te aparecieron de repente y que siempre se habían mantenido secas.
Y ahora ya te ves, en la cama de un hospital, enchufado a varias máquinas que buscan mantenerte vivo, porque por ti solo no podrías, estando como estás en coma, sin conciencia, debatiéndote como se suele decir en estos casos entre la vida y la muerte. Y tres días estuviste así, hasta que abriste los ojos. Te miraste espantado por todos los tubos que te atravesaban, y más perplejo te quedaste al ver que todas las heridas que te habían aparecido en su momento ya no estaban, se habían ido sin más, la piel limpia e incluso reluciente, y tú sonreíste, porque eso significaba que volvías a ser libre, y que siempre habías tenido razón, que nunca habías sido un loco, y aunque no tenías todavía explicación plausible a tan extraño fenómeno, no era eso lo que te preocupaba en ese momento, para nada, sólo querías salir de allí, volver a tu casa, mirar de recuperar tu trabajo, tu rutina, tus costumbres, tu vida. Pero estabas en el hospital por algo, y era por la terrible paliza que te habían dado aquellos energúmenos, y tenías en tu cabeza un coágulo de sangre que podría ser mortal, inoperable y sólo tratable con medicamentos, a la espera de que el tratamiento disolviera ese coágulo. Pero claro, en ese momento, me refiero a cuando te despertaste, no había nadie contigo, nadie que te explicara que no debías realizar movimientos bruscos, que incluso era mejor que ni te levantaras porque eso podía provocar que tu cerebro se asfixiara y, por ende, te sobreviniera la muerte.
Y te moviste.
Sentiste como un mareo que comenzó ligero pero enseguida se espesó. Para nada fue desagradable, al contrario, la sensación era placentera, tu cuerpo se relajaba, te acostaste de nuevo, despacio, posando la cabeza sobre la almohada mientras en tu rostro hoy ya sin marcas se dibujaba una sonrisa. Y así te encontraron para su asombro las enfermeras cuando entraron a toda prisa alertadas por las máquinas que chillaban que habías muerto, limpio de heridas y sonriendo feliz.
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