En la mitad de la noche abrió los ojos: el momento había llegado.
A su alrededor, como obedeciendo a una secreta señal, cientos de pares de ojos se abrieron a un tiempo.
Ana-hik se desperezó lentamente y se preparó para su misión . Había sido entrenada por meses, hasta el cansancio, como tantas de sus compañeras.
Con precisión de relojería se alinearon en grupos de a diez, obedeciendo el llamado natural de sus líderes.
Centenares de mortíferas amazonas, con sus cuerpos de ébano desnudos y anhelantes, en una extraña comunión de lujuria y muerte, se prepararon para la ceremonia final.
Ana-hik sentía los ojos pesados por el sueño, pero su mente estaba alerta, plena de excitación y orgullo por su estirpe guerrera.
El grupo de líderes, congregado frente a la Reina, recibió las instrucciones y las transmitió a cada una de las centurias.
Largas filas de guerreras y portadoras emergieron de las cavernas que eran su morada, y se dirigieron al recinto del Tesoro de la Tribu.
En su interior, cientos de miles de brillantes trozos cristalinos se apilaban ocupándolo en casi su totalidad, listos para ser trasladados al sitio del ritual.
Cada una tomó uno. Sopesándolo con cuidado, los negros miembros desnudos abrazaron con veneración los cristales. Luego, siempre al unísono, como un cuerpo de élite presentando armas, los levantaron sobre sus cabezas, y comenzaron la marcha hacia el objetivo.
Ana-hik miró su carga, exultante de amor y esperanza. Era bello. Era mortal. Debía ser ofrendado al altar para que la Tribu sobreviviera.
A intervalos, las guerreras custodiaron la inmensa caravana. Nada debía interponerse entre ellas y el santuario.
Era aún noche cerrada, pero debían darse prisa: un leve cambio en el perfume del aire preanunciaba el alba.
Finalmente llegaron a la meta. Sólo podían acceder de a una, así que las centurias formaron una única interminable hilera. En perfecto orden y silencio dejaron su carga en el altar, y salieron. Ana-hik entró a su turno en el Santuario: era éste un enorme recinto de paredes y techo de metal, con una única pequeña abertura por donde iban entrando las portadoras a dejar los cristales. El piso estaba constituido por un lecho de otros cristales, parecidos a las ofrendas, pero de un fulgor distinto. Una enorme pirámide cristalina fue creciendo hasta alcanzar el techo , y su brillo en la penumbra era enceguecedor.
Al depositarse la última ofrenda, un grupo elegido de guerreras y portadoras irrumpìó bailando una furiosa danza ritual, con la saña salvaje de quien clama venganza. Las danzarinas destruyeron la pirámide con feroces pisotones, desparramando y mezclando para siempre las ofrendas con los cristales del lecho.
Finalmente se retiraron presurosas, siguiendo a la caravana que regresaba al refugio.
Ana-hik fue la última hormiga en abandonar la azucarera.
Antes de salir, miró por última vez el Santuario , y asintió satisfecha.
El hormiguicida se había mezclado tanto con el azúcar, que los Dioses Humanos sólo se darían cuenta cuando fuera demasiado tarde.
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