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Es en ese momento que comprendo que es Ella. Los años le han regalado una expresión distante, unas pocas arrugas, pero el porte, el gesto es inconfundible.
Porque es en ese preciso momento que gira con resabios de su antigua gracia, y contesta en un inglés pulido la pregunta de un turista japonés de los grupos que colman el Museo del Prado. Yo no puedo evitar mirar esas caderas y recordarlas treinta años atrás, turgentes, salvajes, con ese lunar que aún debe estar en su mismo y adorado sitio. Una obra de arte, como nuestros cuerpos desnudos y abrazados reflejados contra el techo semejando un friso de catedral. Y además pochoclo, si querés pochoclo dice Elida. Sí le digo distraído y trato de masticar sin que se salga nada ni hacer muecas raras. Yo creo que el pochoclo es la manera de decir que mirás que tiene ella, que ya debe haber notado que trabo el estomago, enderezo el porte y miro así, medio de costado, a lo Clark Gable, Charles Bronson ó alguno que no esté muerto ni senil.
Y ella es Ella la que ahora mira hacia nosotros, cambia del inglés a un castellano con suave ceceo y dice pasen por favor para la visita guiada.
Entonces era mentira, menos mal, qué suerte. Todo mentira: el súbito silencio, el llanto de sus padres. Todo fingido, seguro que cuando llamaba no me querían dar con ella porque a lo mejor había otro. Alguien que apareció de repente y nos separó. Alguien que ahora debe estar mirando el reloj en su cómodo departamento madrileño, esperando a que termine con los japoneses.
Ahora Laurita se ha parado frente a un enorme cuadro y está hablando de los pintores flamencos. Nos mezclamos con el grupo de turistas. Mi inglés no es perfecto, pero alcanza para entender lo que dice, por lo menos en parte. Antes hablaba en castellano del bueno, sin acento español. Hablaba del Che y de la Revolución y de la igualdad. Yo la escuchaba poniendo cara de atención, aunque entendía sólo una parte, como ahora. Sólo quería estar con ella, dentro de ella, encima de ella. Todo para que hoy, tantos años después, no me reconozca, o haga de cuenta que no me ve. Es lo que yo digo: había otro, se la levantó y se la llevó para España. Tanto quilombo por nada. La vieja mandándome a lo de mi tía unos días, por las dudas. Los “algo habrá hecho” comentados en voz baja cuando pensaban que no los oía. Todos estos años imaginando vaya a saber qué atrocidades. La noticia en el diario, la de los restos hallados, ahora veo, no significaba nada. Cuántas Laurita Antúnez puede haber. Cuántas. Cuántas pueden haber andado en la joda y ligarla. Un montón. Regimientos enteros de Lauritas Antúnez con boinas caladas y libros de Marx bajo el brazo. Elida me toma de la mano y tira suavemente hacia la salida. Me conoce. Vamos a caminar por el Paseo, me dice, vamos que mañana hay que volver a Buenos Aires y todavía no vi la Cibeles. Resisto, firme, le digo un momento, ya vengo. Es ahora ó nunca. Me desprendo de su mano, avanzo hacia Laurita. Hacia mi Laurita. Le toco un hombro y voltea, y cuando me escucha hablar salta del inglés al castellano. Y se topa con mi mirada, que es la misma, treinta años después, pero es la misma, a diez centímetros de su cara. Sorprendida, con ceceo español me pregunta le conozco, retrocede un paso, vuelve a preguntar le conozco, con expresión de asombro ó espanto. Recién cuando se aleja un poco alcanzo a leer su identificador en el pecho que dice “Mariángeles Encina”. Y le digo una y otra vez Laurita soy yo, Laurita, soy yo, y ella está como petrificada, mientras veo por el rabillo del ojo que uno de los guardias ha llevado con disimulo una mano al bastón y la otra al handy. Y entonces Mariángeles, Laurita, mi Laurita, vuelve a darme la espalda y se va a seguir guiando a los japoneses, como si nunca nos hubiéramos conocido. Y yo estoy paralizado, quiero seguirla y gritarle y decirle, pero el abrazo cálido, eterno, comprensivo de Elida me invade, y me conforta y me dice otra vez no viejo, otra vez no, mi amor, por favor ,salgamos, necesitás aire fresco. Y salimos al Paseo, en la calle todo es distinto. El Prado está hermoso todo verde y atardecer, pero me dura una sensación rara, como de haber recibido un martillazo en el pecho. Con paso lento y cansado nos mezclamos con la muchedumbre que camina hacia el lado de la Cibeles. Elida me toma del brazo, con fuerza, y de conocerla nomás sé que está con ganas de llorar. Puede que tenga razón con lo del aire fresco, pero en realidad la dejo que me lleve porque veo, a lo lejos, allí donde el Paseo se confunde con los parques, entre la muchedumbre y a paso vivo, la melena de Laurita, inconfundible. Y esa sí, esa seguro que es ella. Lástima, yéndose. Pucha, lástima, tan lejos.



Texto agregado el 11-09-2008, y leído por 170 visitantes. (1 voto)


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