La cocina no es mi territorio, así que cruzando la puerta cargo con la certeza de que, además de pasarla mal, la comida sabrá peor. Creo que es una de las actividades que más frustración me aporta. La otra vez por fin me quedó exquisito el arroz, bueno, menos insípido que el de mi mamá. Lo preparé temprano, porque cuando voy a cocinar lo hago temprano, cosa de encontrar una solución de emergencia si la comida resulta desastrosa.
A eso de las tres de la tarde me dispuse a calentarlo; me sentía triunfante, feliz. En un quemador la carne, en otro la sopa, en otro el arroz. Me concentro en la carne El arroz tarda demasiado, así que le quito el tostador. La sopa casi hierve. La carne, la carne... y mi rico arroz comienza a tornarse amarillo, (así lindo lindo, como una reacción química bonita poh.) Y el amarillo comienza a subir, casi flotar y pintar los granos... luego, el inconfundible olor ahumado...
Y la pajarona lo saca y trata de salvar algo pero todo sabe a humo, insalvable, incomible, intragable. Y son las tres y media de la tarde, y ya no alcanzo a hacer el plan B, así que pelo unos tomates, e igual sirvo el arroz . Ni yo lo “trago”.
¡Cómo hace falta un microondas en esta casa!
Un microondas, y unas ollas que me griten la medida exacta de agua por alimento, su temperatura de cocción y hasta cuántas veces revolver a la izquierda o derecha. Ollas que me hagan sentir segura en ése territorio que no es nada mío.
O por último un ratón, poh. Si en Pixar resulta ¿Porqué no en mi cocina?
¿Mía?
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