Se negó a tener pensamientos. Los encerró en el cofre que guardaba, celosamente, bajo siete llaves. Estaba seguro que alguien los escuchaba. Mientras sus sentimientos se perdían en el horizonte de lo eterno y en un ir y venir de nostalgias, su mente era un torbellino incesante de vocablos agazapados en las sombras, sin brechas por donde escapar. Y allí estaba. Siempre en el límite extremo entre dar vida a sus palabras o la muerte lenta del alma que se oxidaba en lágrimas, que no afloraban. Todo era un círculo vicioso que empezaba y terminaba en él y luego se extendía a los seres que veía y escuchaba casi a diario. Los reconocía. Eran los mismos personajes que, alguna vez, lo habían transportado a mundos desconocidos y fantásticos. Aparecieron de la nada y le hablaron, mientras él se encogía contra las mullidas paredes en busca de cobijo. Era un manojo de piel y huesos dentro del blanco overol, que cubría la desnudez del cuerpo, más no lo abrigaba del inclemente frío de su soledad.
Con el correr del tiempo se fue acostumbrando a sus presencias. En ese mundo en que la realidad se mezclaba con la fantasía, abandonó su estado catatónico por uno de euforia. En su mansión silenciosa se abrió una puerta al exterior. A borbotones las palabras surgían de su boca. Pero solo platicaba con sus héroes, largas horas, mientras se alejaba cada vez más de la senda que podría regresarlo a la cordura. Estaba feliz, atravesando el cosmos y perdiéndose, para siempre, en los laberintos claroscuros de la locura.