Aníbal vagabundea su hastío por las calles polvorientas. Su mente, una sinfonía de vocablos incoherentes, se escurre entre la cordura y la locura. No comprende hacía donde lo lleva su maltrecho cuerpo. Solo es una sombra de sí mismo. Un ente que circula, inadvertido, entre otros seres.
Ahora no está solo. Su gemelo camina a su vera. A veces levanta su rapada cabeza hacia él y le sonríe. Sus dos dientes de conejo sobresalen en su pequeña boca. Se ilumina su rostro. La palidez ha desaparecido. No dialogan. Ya casi todo se ha dicho entre ellos. Lo que no se dijo se esfumó entre el tiempo y el espacio. En el ir y venir de estúpidas rencillas.
Aníbal va en busca de las pequeñas verdades y mentiras que hace años enterró entre el subconsciente y la razón. En ese arcón de recuerdos, donde sepultó también sus anhelos y sus energías, los sentimientos siguen intactos.
Reconoce que “los remordimientos tardíos no valen”, mas han pasado tantos años y ha penado tanto desde aquel día, que cree ya haber pagado por lo que dejó de hacer o hizo mal.
La noche agazapada marcha en pos del día. Furtiva. Traicionera. Un retazo de sol anaranjea el horizonte, mientras los duendes del ocaso bailan nostalgias y sueños. Se acerca al gran portalón de rejas oxidadas. Lo traspasa. Desde allí visualiza la sombra de las cruces que se yerguen fantasmagóricas. Busca el montículo de tierra removida, que aún conserva la humedad. Se arrodilla ante la tumba contigua que, sedienta, aguardaba su presencia.
Dos espectros alados remontan su vuelo invertebrado. Trasponen el espacio sideral. Ya no hay nada sepultado bajo el suelo desparejo y mustio. Las manos de la muerte liberaron a dos almas que el amor fraternal había unido en el vientre materno.