Margarita, la mamá de Inocencia, a diferencia de su papá, era una mujer de pocas palabras. El silencio en ella era como de un cansancio infinito y de una resignación sin remedio. Nadie en la familia sabía el porqué de su silencio sepulcral.
Ese mutismo era la razón por la que muchas personas se acercaban a ella para contarle las vicisitudes de sus vidas, aun cuando ella no intimaba con nadie. La gente que hablaba con Margarita se sentía segura porque sabía que en su mundo silencioso no había eco. Las conversaciones entre la madre de Inocencia y esas personas eran como un ritual sagrado donde las impurezas de éstas quedaban lavadas después de ser escuchadas por ella. Margarita tenía el don envidiable de saber escuchar; sumado a ello, en lugar de hacer como todo el mundo que señala las cosas malas en los demás, ella, muy a menudo, encontraba algo bueno, por ello, todos salían reconfortados después de haber sido oídos.
La mamá de Inocencia creía, firmemente, que todo tenía un porqué y cuando la gente hablaba con Margarita, su actitud ante lo narrado era como si ella estuviera, a su vez, aprendiendo a escuchar al silencio. Éste representaba para ella un gran valor moral. Escuchaba sin juzgar, sin opinar. Las personas que acudían a Margarita sabían que ella fijaba toda su atención en lo que le relataban; y con aquel maravilloso don, les respondía, únicamente, lo que éstas necesitaban oír. Después de que la gente partía, Margarita parecía liberarse de su memoria, acallando así, todo cuanto había escuchado. Cuando Inocencia o sus hermanos oían, incidentalmente, alguna conversación, les decía:
- Cuidadito con repetir lo escuchado, esas cosas se olvidan.
No había más explicación, pero ya el mensaje era captado.
A medida que el tiempo pasaba, ese mundo silencioso de Margarita se fue haciendo tan profundo que ya casi no se percibían ni sus pasos. Su silencio era tan gigantesco, como si con ello buscara cincelar una inmensa escultura para tapar el espacio que la rodeaba. Era como si ella misma entrara en el silencio y se perdiera en el espacio interior de la vacuidad. Ni las tensiones, ni las presiones de la vida diaria la molestaban para nada; no parecía estar ligada al tiempo ni al espacio. No se aferraba a casi nada, ni rechazaba nada. La única cosa que parecía retenerla en el espacio exterior era los helechos que de joven había sembrado en el patio de su casa.
En las madrugadas, cuando no podía conciliar el sueño, Margarita regaba sus helechos. Una de esas veces, se cayó y no pudo levantarse, ya que el golpe sufrido fue muy fuerte. Gritaba los nombres de sus hijos, clamando por ayuda:
- Inocenciaaaaaa…, Franciiiiiiiiisco…, Caaaarmen…, Artuuuu…
Ni Inocencia, ni sus hermanos la oían porque sus habitaciones estaban retiradas del sitio donde Margarita se había caído. Su desesperación crecía, mientras repetía:
- Inocenciaaaa… Arturoooo…
Finalmente, Inocencia escuchó una voz que decía:
- Inooocenciaaaa… Inoooocenciaaaa…
Inocencia creyó que estaba oyendo las voces de los fantasmas, de ésos de los que le hablaba su papá, de manera que se encerró en su habitación y se arropó hasta la cabeza. Al rato, volvió a escuchar:
- Inoceeeenciaaa… Inoceeenciaaaa…
Inocencia seguía pensando que eran las voces de los espíritus que venían a llevárselos a todos. Sacaba la cabeza y entreabría un solo ojo; sentía que le halaban el dedo gordo del pie derecho; veía sombras en la ventana, y éstas se proyectaban sobre la pared. Inocencia, asustada, volvía a arropar su cabeza, mientras todo su cuerpo se estremecía de miedo. Su terror era tal, que no podía reconocer la voz de su madre. Inocencia no prendía la luz porque le daba miedo salir de su cama, y que los espectros la vieran.
-Inooocencia… Inoooceeenciaaaa… - Repetía Margarita, ya casi sin aliento.
De repente, se percató de que era la voz de su mamá. Corrió al patio de la casa y gritó hasta que todos despertaron. Margarita fue trasladada al hospital. Allí, entró en un estado delirante como consecuencia del golpe que había recibido en su cabeza y por los calmantes que le administraban. Para sorpresa de todos, comenzó a hablar desde su lecho de enferma, explicando la razón de su silencio abismal.
Por primera vez en su vida, Margarita habló sobre la locura de su madre; o sea, la de la abuela de Inocencia. Contó que ésta se había vuelto loca cuando el abuelo de Inocencia, el padre de Margarita, la abandonó cuando supo que estaba embarazada de él. Relató que en su casa se había impuesto un silencio desmedido en relación con la locura de la abuela de Inocencia, y fue tanto lo que se lo hicieron interiorizar que Margarita vivió siempre confundida entre lo que debía hablar o no, por ello, había preferido ser como una tumba ante cualquier evento que pasara a su alrededor.
Ni los psicotrópicos hicieron efecto en Margarita; habló y habló hasta que ya no tuvo más nada qué decir. Pasó unos días más en cama. Se recuperó de su caída, volvió a su vida normal y a su silencio habitual. Nunca se enteró de todo lo que contó, puesto que Inocencia, su familia y sus amigos del barrio decidimos hacer silencio sepulcral con respecto a lo que nos contó con sus propios labios.
Así fue como Inocencia, su familia y sus amigos del barrio, finalmente, entendimos que a diferencia de un músico quien tiende a llenar el espacio irrumpiendo el silencio al ejecutar sus sonidos, Margarita había decidido, en su sonata de vida, ejecutar con silencios la sinfonía de su alma.
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