No sabía cuanto tiempo llevaba así, le parecía llevar siglos en aquella situación, encerrado entre aquellas cuatro paredes sin ventanas ni puertas. Tal vez no había pasado ni un día pero para él eran semanas, las tripas ya ni siquiera le sonaban, el hambre ya devoraba hasta su sonido; tenia un sabor acre en la lengua de lamer sus orines de los ladrillos que le rodeaban, su mente ya había empezado a desvariar tanto que ni sentía angustia por aquel encierro.
El tiempo siguió pasando, su cuerpo empezó a adelgazar a un ritmo casi tan rápido como al que adelgazaba su cordura, se encogía sobre sí mismo como intentando perderse dentro de sí. Con los ojos vidriosos contemplaba el único objeto que le acompañaba, esa copa de metal llena a rebosar; el odio había abandonado ya su mirada, mirada ya vacía de todo sentimiento y toda razón.
Apoyando las manos contra el muro, lamiendo las gotas de semén que contra él se había escapado, vió el azul de sus venas marcándose en la translúcida piel; se acercó el brazo a la boca y frotó los dientes contra la más gruesa de las accesibles, rasgó la carne hasta llegar a ella y sorbió con avidez su sangre.
Su cuerpo estaba lleno de costras en todos los lugares donde había sido capaz de llegar con su dentadura, las fuerzas ya se le habían agotado del todo cuando arrastrándose llegó a la copa. La cogió entre sus temblorosos dedos y, haciendo caso omiso al olor de almendras amargas, se tomó hasta la última gota del cianuro.