Así fue que a través de la noche se deslizó aquella mujer sin pasado ni rostro, pero con silueta enigmática y seductora. ¡Y qué mujer, vaya aparición! Con sus largos cabellos arrastrándose sobre el piso entró por la vieja puerta de pino blanco y, sumergiéndose por la oscuridad abandonada de luna, besó las sombras negras del tiempo y del olvido. Sus delicados pasos, su frágil elegancia, resonaron en un silencio completo, vacío, hueco.
Como si fuera su propia casa, la mujer recorrió pasillos conocidos tal cual estuviera bailando un nostálgico vals de tiempos perdidos. Se respiraba la añoranza en el aire pero se sentía un frío sórdido y desesperanzador, luna nueva en el cielo y escarlata en la atmósfera.
Después… allí se encontraba Emilio. Emilio, tiernamente acurrucado en una esquina de su cama soñando tranquilo con utopías imposibles. Todavía inocente, todavía inquieto.
La mujer se acercó y respiró su olor a hombre-niño, sutilmente, sin atreverse a tocarlo. Suspiró profundamente, llena de un hambre insaciable y deseo esquizofrénico.
Lo demás sería inevitable…
Sería inevitable que… le diera un beso profundo para que se adentrara más en la fantasía del sueño; que lo acariciara con lujuria por cada recoveco de su fresco cuerpo; que se montara sobre él para proferirse como su dueña; que lo domara como a un pequeño e inquieto potro; que le hiciera gemir inconscientemente despojándolo de toda su pureza; que volviera loca al cosmos con una pasión desatada e infinita. Sí, sería inevitable.
Aún cuando el orden del universo fuera pura entropía, Lilith seguiría siendo la única verdad. Y así, aquel Emilio que despertaría sudando con alusiones a sueños húmedos, avergonzado y apenado con su naciente hombría, olvidaría al igual que la mayoría de los hombres prefieren olvidar. Olvidaría para crecer, madurar y morir.
Sin embargo, a pesar de la perpetuidad del tiempo, Lilith jamás dejará de reinar.
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