Tercera Noche
Agitado y, aunque solamente sería capaz de reconocerlo en medio del lío que ni imaginaba esa noche iban a provocar en poco tiempo él y sus vecinos, con inusual ánimo despejado, Don Luque tropezó con el saliente de la puerta de la oficina del comisario Santander, aquel 14 de julio a las dos de la mañana. Tres minutos antes se habían oído idénticas puteadas a la suya, reprimidas entre soplidos, cuando la punta de los zapatos derechos de Sergio Mamertto y Agustín Luchianti golpearon seco contra el borde de madera y los cuerpos dieron ese respingo hacia delante que hace poner chinchuda a la gente, como si le pegaran una cachetada en la nuca, esas que indignan en las canchas de fútbol. Los tres, parados frente al escritorio apoyado sobre una tarima de diez centímetros, llevaron las manos hacia delante como si conformaran la anciana barrera de algún tiro libre.
Y parece que fue Luchianti quien primero se dio cuenta de lo que los otros dos tardaron en revelar con palabras igual que las fotos aparecen en el cuarto oscuro. Ese hombre de azul con gorra puesta que dijo estar de guardia e intentaba marcar por quinta vez el número del “Patrañas Bowling Pub“ escrito en el papelito que Don Sergio le había extendido hacia arriba luego de expresar la queja bien resumida por la costumbre de repetirla en tantos lados, estaba totalmente en pedo. Absolutamente, había negado con la cabeza como de costumbre Don Luque cuando media hora después los tres viejos tomaban un cafecito para evaluar esta ”injusticia flagrante“, definición del jubilado ex gerente del banco Granaderos, Sergio Mamertto. Los flecos de la bufanda verde loro de Don Agustín iba y venía del cuello como un resorte por los sopapitos de su dueño, también retirado hace veinte años, ex mecánico dental. Todavía respirando entrecortado, miró la hora en el reloj de la TV colgada como una lámpara sobre un estante lleno de botellas, logró evitar que la lana verde cayera en la taza por un pelo y lanzó la idea que su tartamudez dejó pasar derechita como pocas veces.
-Ya que en este país las cartas al intendente y las denuncias policiales se las pasan por el traste, entonces mis amigos, vamos a actuar por las nuestras.
El último “Absolutamente“, luego de escuchar en el bar el entrecortado plan de Luchianti, devenido en espontáneo líder del grupo, Don Luque lo esbozó bajo las cobijas bien dobladas de la habitación del geriátrico “ Plenitudes“. La primera luz del amanecer se filtraba por la claraboya sellada con cinta plástica por sus dos compinches, dormidos apenas se metieron en la cama con la paz que brinda encontrar una esperanza después de la angustia. El golpeteo electrónico monótono y salpicado de gritos jóvenes y despreocupados hacía vibrar los relojes despertadores sobre las mesas de luz, las tasas de noche escondidas bajo el ropero, los cintos de los pantalones recién colgados en las tres sillas. Justo enfrente, el “Patrañas Bowling Pub“ era un helicóptero a punto de despegar, rojizo y alcohólico. En esas cortas horas antes que la encargada del piso entrara a la habitación para preguntarles si habían dormido bien, este ex ferroviario sin dos dedos de la mano derecha, soñó que aún era joven y estrechaba su diestra intacta a miles de manos ancianas después de una asamblea en el poblado salón de la Sociedad Arábiga, un lugar de su Paraná natal que no visitaba desde entonces. Un grupo de internados salía en pijama rumbo al local nocturno, imparable, mientras él negaba con entusiasmo de cara al cielo, desahogado, los brazos abiertos como quién bendice una lluvia largamente deseada.
Desde luego que –una vez sucedidos los hechos- nadie pudo deducir lo contado porque la inteligencia se ha vuelto perezosa en esta época de puro pulgar, frase que gusta incluir Don Agustín cual remache entre temas de conversación. Y ahí estaban varios gerontes, vibrando entre las ráfagas de sonido, a las puertas del boliche pintarrajeado. Varios pibes y pibas que rondaban, balbuceantes y con pastillas de éxtasis compradas en el kiosco de enfrente, los recibieron con aplausos. Don Sergio, el más petiso, se acercó a los pato vica que discriminaban a la clientela adolescente y, exhibiendo su cara de milico retirado, –bigote finito, semisonrisa, pelo ralo pegado a la cabeza, hombros anchos y manos de ladrillo- le dijo al que mandaba:
-Che, pulguiento, soy el comisario Restrepo, abrí paso antes de que te queme las bolas- y enseguida le apoyó el caño metálico en la entrepierna. El matón se apartó, sorprendido, sin tiempo para notar que el arma era un candelabro con verdín de los que usaban para los cortes de luz. Entonces los viejos entraron.
Se ríe de buena gana el dueño del boliche “Patrañas Bowling Pub“, mientras baraja las fotografías de aquella noche. El tipo, una rata de las que habitan en los recovecos entre lo legal y lo delictivo, pasa cada rectángulo que le alcanza Santander -sanjuanino que deriva por las reparticiones del país escapándole a los problemas- al tiempo que susurra “genial, genial”. El que pronto sería dado de baja definitivamente, no entiende nada, se rasca debajo de la pera mal afeitada, pregunta ¿entonces no hace la denuncia?
Don Luque y Don Lucchianti se apropiaron de las consolas de sonido y empezaron con la música de su paladar al volumen que reinaba en el local. Fue Don Mamertto el primero en subirse a la barra, tomar de la cintura a una piba pasada de vueltas y bailar valses por hora y media, ante el asombro de la concurrencia. Don Luque por su parte se trepó a un parlante y desde allí se dedicó a cantar como desaforado las letras que ninguno de los presentes entendió, como tampoco entendía las músicas frecuentes en sus destruidos pabellones auditivos. Expertos en yoga, Don Levitsky se juntó con Don Herbella y se metieron con los más revoltosos que insistían en repartir trompadas. Terminaron bailando una coreografía que todos aplaudieron.
-¿Cómo presentar una denuncia por esto? Ni loco. Hay que aprovechar el potencial, viejo. La forma está en la piedra, hay que sacarla, hacer negocio hasta del aire viciado.
El dueño del lugar devuelve las fotos tomadas con celulares, movidas, pero documento inalterable. Después pregunta:
¿Hubo quejas por el ruido esa noche? No, ¿verdad? Claro, si estaban todos adentro del quilombo.
Por esos días aparecieron los primeros carteles: “Geróntoplis, la tercera noche – al límite de lo creíble”. Una vez por semana, los vecinos del barrio, más los del geriátrico y todos los interesados, fueron convocados por el “Patrañas Bowling Pub“. La recaudación creció. Lo espontáneo siguió su curso y los más jóvenes pudieron participar de aquella comunión entre edades jamás imaginada. La plata justificó las sonrisas del dueño que hasta donó una mínima parte para adecentar el geriátrico.
|