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EL IGUANODONTE BLANCO


Una mañana luminosa, aquel hombre que ya no era joven se dispuso a realizar su sueño más precoz, poblar la Tierra de iguanodontes blancos. Pero llegó demasiado tarde, los iguanodontes blancos ya habían estado allí.

Probó con otro sueño antiguo: anunciar a sus semejantes la presencia de los dioses; pero los dioses no sólo se habían manifestado ya, sino que llevaban tiempo extinguidos o retirados en silencio ante tanta indiferencia.

Lejos del desánimo, preparó las condiciones para el estallido de una revolución planetaria contra los tiranos de todo pelaje, pero descubrió con profunda amargura que las tiranías se habían hecho razonablemente llevaderas y, algunas, hasta necesarias.

Se propuso, después, ofrecer al mundo noticia de ignotos rincones, tal y como los había soñado; mas la Tierra llevaba tiempo convertida en un gigantesco parque de atracciones abierto las veinticuatro horas y con bonos especiales para visitar el Ártico y otras Atlántidas irrecuperables.

Ávido de afecto y reconocimiento, creó una multinacional no lucrativa para salvar la vida de millones de niños y refugiados, como aquellos que en su niñez llegaban en barquitos de madera hasta la playa donde veraneaba con sus padres. Confiaba en que su gesto iluminase los sombríos corazones de los poderosos igual que un foco de 2000 watios barre las tinieblas de un teatro abandonado, pero tuvo que resignarse a que su proyecto acabara incluido dentro del presupuesto del Ministerio de Defensa y Seguridad.

Obsesionado por el anhelo de amor, proyectó la formación de una secta de incondicionales suicidas dispuestos a dar la vida por su líder. Sólo encontró unos pocos solitarios que aún no pertenecían a ninguna de las miles de sectas que languidecían en un mundo acostumbrado a los horrores.

Uno tras otro, le habían robado todos los sueños.

Entonces, armado de una inocencia que nada ni nadie había sido capaz de extirpar, se dispuso a cumplir el último de sus sueños infantiles. Había tomado forma mientras leía el cuento de un duende viejo y errabundo que acostumbraba, cada primavera, a bajar desde la montaña a la ciudad para adivinar los deseos de la gente y realizarlos, sin importarle si eran inofensivos o desastrosos. Y el niño se hizo el propósito de conseguir lo mismo que el duende, convencido de que algún día, cuando se atreviera a mirar en el fondo de los ojos de sus semejantes, alcanzaría a descubrir el deseo de los deseos que movía la vida de cada uno.

Había llegado ese momento. Antes de salir de casa, miró como nunca antes lo había hecho a su mujer, a su hija. Miró a su hermano y a sus padres. Miró intensamente a sus compañeros y a su jefe. Miró a la gente con la que se cruzaba a menudo. Comenzó a meterse en líos cuando miraba en los ojos de los desconocidos con la avidez del que ha llegado al lugar señalado en el mapa y sólo le queda cavar. Tuvo que pedir disculpas, inventar excusas o salir corriendo en muchas de sus incursiones. Miró en los ojos de niños, de ancianos, de mendigos. Miró a mafiosos, violadores, proxenetas. Buscó en los ojos de policías, de atracadores, de suicidas. En los ojos de artistas de éxito y de creadores de modas. Recorrió kilómetros de selva, de desierto, de sendas tortuosas que le conducían hasta los ojos de los ermitaños. Aguardó horas a la intemperie para cruzar una mirada intensa con fiscales que acababan de exigir una sentencia a muerte, camareros que bajaban la trapa de sus negocios, maltratadores que salían de sus casas con los nudillos machacados. Se hizo internar en un psiquiátrico para bucear en los ojos de tarados y de perdidos. Mantuvo miradas de presos, de enfermos con condenas firmes, de soldados desertores. Entró en habitaciones reales, asistió como traductor a presidentes corruptos e incorruptos solo para mirar en sus ojos. Sufrió humillaciones, golpes, mintió, guardó silencio mientras contemplaba asesinatos, cambió de identidad, cometió crímenes y arriesgó su vida por la de otros, sólo para mirar en los ojos de los hombres la llama de sus deseos.

Una mañana tan luminosa como aquella lejana del principio, dijo basta y regresó a su hogar. Llevaba consigo el diario secreto de miles de seres humanos. Con ello escribiría el libro de los libros, la Biblia definitiva del nuevo hombre y del hombre antiguo, un libro que empequeñecería las obras maestras del homo sapiens. Las adivinaciones del I Ching, el espíritu heroico de Homero, la sabiduría del deber del Baghabad-Gita, la tempestad del corazón de Shakespeare, el júbilo de los cuerpos del Cantar de los cantares, los diálogos preñados de Platón, la dignidad de las quimeras de Cervantes, reducidos a simples balbuceos al lado del libro en el que podría mirarse, para siempre, la humanidad. Un libro que sería mucho más que literatura, pues aspiraba a cambiar a los hombres, a revelarles el secreto de sus vidas, a liberarlos de sus miedos, a guiarlos por la senda de una verdad al alcance de todas las molleras; un libro que aspiraba a superar el tratado científico, porque haría evidentes las intuiciones y pálpitos que hasta ahora se resistían a dejar de serlo para convertirse en certezas: a su lado, cualquier teoría explicativa quedaría reducida a ciencia ficción, a fantasía más o menos feliz sobre el origen del hombre o la extensión real del universo. Un libro, por supuesto, con el que abandonar en un baúl los libros sagrados, y echar en el olvido a sus inspirados autores, más ciegos todavía si pudieran mirar por segunda vez la luz de la revelación. Un libro que, al fin, aliviaría para siempre la sed de belleza de los poetas, pues la verdad y la hermosura dejarían de ser dos aventuras distintas.

Con los codos sobre la mesa del estudio, el autor del gran libro está paralizado. Lleva dos horas sentado frente al ordenador, incapaz de trasladar a la pantalla ni un ápice de su pensamiento. Cualquier frase con la que se propone empezar le parece ya dicha. Cualquier idea que teclea le resulta un circunloquio, un rodeo que lo aleja más de aquello que quiere decir. Ha probado con el estilo cercano y amistoso de los ensayos de autoayuda, pero se le hace ridículo. Ha pensado darse su tiempo, mientras le llega la inspiración, escribiendo un prólogo entusiasta que iría firmado por un prestigioso amigo y respetado artista, pero con las primeras líneas en la pantalla se arrepiente de la triquiñuela absurda. Tampoco le place un tono más lírico y volátil, por eso pulsa la tecla de borrar sobre los tres versos del haiku.

De pronto, se siente poseído por la impresión de que ninguna de las palabras de su lengua sirve a su propósito, como si todas ellas, hasta las más enjundiosas y vibrantes, fueran peladuras resecas que apenas recuerdan la fruta que cubrieron. Y la sintaxis que las enlaza y las hace ponerse en movimiento como vagones viajeros hacia un destino, se le aparece como una trampa, una noria enloquecida que da vueltas y vueltas hasta la náusea.

Como es un hombre viajado, comienza a pensar en otro idioma pariente del suyo y que domina a la perfección. Pero no tarda en percatarse de que, aunque en apariencia ambas lenguas son bien distintas, en el fondo son dos gotas de agua, que organizan el mundo en categorías tan simples como el Bien y el Mal, lo Puro y lo Impuro, Dentro y Fuera. Lo intenta con la lengua perdida de unos aborígenes con los que convivió más de un año. Fracaso también: al someterla a la prueba de las revelaciones, comprueba cuánto se parece a las otras lenguas.

Apagó el ordenador. Apoyó su enorme espalda sobre el respaldo de la silla mientras percibía un mar de fondo ahí adentro. Cogió una hoja de papel en blanco, buscó el bolígrafo, lo encontró y lo prendió entre sus dedos. Sobre la hoja fue trazando el contorno de un animal de larga cola, cuerpo gigantesco y una cabezota triste y de ojos curiosos que le miraban. En las manos tenía cuatro dedos largos y un pulgar en forma de púa. Tomó otra hoja y volvió a dibujarlo, ahora desde un ángulo distinto, la cabeza en primer plano y la cola, en escorzo, allá lejos. Durante varias horas dibujó decenas de veces al animal, añadiendo nuevos detalles, cubriéndole de escamas, pintándolo de colores distintos o con gestos diferentes: corriendo a gran velocidad, agarrándose al tronco de un árbol, retozando en el suelo.

Al anochecer comprendió que lo había conseguido: toda la peripecia de su vida encontraba sentido por fin. Esto debía de ser la experiencia budista de la iluminación: dejar de afanarse, dejar de buscar, de inventar explicaciones. Había encontrado la llave de su sueño y con ella abierto la cueva de Alí-Babá para todos sus semejantes. Y solo con trazar el perfil contundente y simple de un iguanodonte. Contemplar las líneas sinuosas del animal era contemplar el misterio del universo en su armoniosa sencillez.

Decidió crear una firma de ropa interior con el contorno del dinosaurio estampado en bragas, calzoncillos, camisetas, sujetadores, fajas. A su mujer le ilusionó la idea. A su familia le entusiasmó. A su recién estrenado asesor financiero le complació.

A la vuelta de un año, la imagen de marca del iguanodonte blanco era tan conocida en el mundo como la Coca-cola. Ningún oráculo del márketin fue capaz de explicar ni de explicarse tamaño éxito. Con poco más que un terco convencimiento en su verdad, una idea tan simple se había colado en todos los hogares. No había hombre o mujer, niño o anciano que no llevara bajo la ropa alguna prenda íntima con su iguanodonte a flor de piel. Empapado en sudor, ahogado por variopintos fluidos corporales, manchado por vergonzosas cagarrutas, el iguanodonte en serie les susurraba embriagadoras palabras de vida.

Texto agregado el 08-09-2008, y leído por 309 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
24-09-2008 Interesante y extraño texto, con destellos de originalidad. Saludops. Jazzista
23-09-2008 me quedè algo confusa... doctora
22-09-2008 Lo siento, Jocker, soy demasiado simprle como para entender un texto de este tipo. Posiblemente sea excelente pero, repito, no soy capaz de apreciarlo. Perdona mi franqueza. Un saludo. poirot
21-09-2008 La búsqueda de la redención del ser humano, está bien llevada, aunque creo que podrías despojar un poquito el texto para que sea más ligero de leer. El final es lo que más me gusta porque es original. Con sólo un dibujo consigue su propósito. Abrazos. lolasanabria
 
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