EL JARDINERO, SUS FLORES, Y LA FLOR
El jardinero se levantó, como todas la mañanas, dispuesto a trabajar. Trabajaba en su propio jardín, un jardín pequeño, pero lleno de flores. Las llamaba “mis amores”, y las cuidaba de acuerdo a sus palabras. Eran muchas y hermosas las flores de su jardín. Las había rosas, amarillas, blancas como la pureza, o violetas. Perfumadas intensamente, o a veces casi intrascendentes. Pero las amaba a todas, y vivía por ellas. Porque las había visto nacer, y mas todavía, las había imaginado antes de nacer. No eran solo flores nacidas al azar, sino proyectos. Había imaginado el jardín, y por eso tenía las flores que tenía. Ese jardín no era casualidad. Era deseo.
Por eso, cuando se levantó, lo primero que hizo fue acercarse a la ventana para mirarlo. Y disfrutarlo. Y miró y disfrutó de sus flores multicolores, como cada mañana. Y luego de desayunar, entró al jardín, y comenzó a hurgar entre las plantas, buscando yuyos desagradables o insectos peligrosos. Y miró cada flor, las acarició casi, observando su tersura y su turgencia, para saber si necesitaban mas o menos agua, o mas o menos fertilizantes. Miró y acarició cada flor como si fuera la única y la última vez, porque las amaba así. Eran sus flores.
Estaba de pie, observando de pleno su jardín, cuando la vio. En un rincón, cerca de la pared, había una flor roja, muy roja, de un intenso rojo. Esa flor no la había sembrado él. Y por supuesto, no la había imaginado, ni formaba parte de sus proyectos. Sin dudarlo, caminó entre sus flores hacia la flor roja, para eliminarla de su jardín. Pero al llegar a ella sintió su perfume. Suave y dulce, pero firme. Y al tocar sus pétalos sintió su terciopelo y se llenó de placer. Fue a arrancarla de raíz, dolido pero seguro, cuando una gota de rocío se asomó a su corola y reflejó un arco iris de alegría. La flor parecía llorar, pero reflejaba alegría. No pudo arrancarla, y la dejó allí. “No la imaginé”, se dijo, “pero la dejaré formar parte de mi jardín”. “Es demasiado bella para destruirla”. Siguió con sus tareas en el jardín. Encontró otras flores no imaginadas, y las eliminó sin dolor. No eran flores nobles, o no lo eran sus aromas. O sus hojas eran rugosas o duras.
Esa tarde, cuando ya el sol caía, se despidió del jardín, como cada tarde. Miró sus flores, con amor, las flores que quería tanto. Pero esa tarde incluyó en su mirada a la flor roja, aceptándola dentro de su jardín.
Y esa noche, soñó en la flor roja, la imaginó viva, parlante y amante. Y la flor decía: “Vine a tu jardín, a llenarlo de alegría. Y quiero que me cuides, porque siento como cuidas tus flores”. “Cuídame y te llenaré de alegría.”
Y por la mañana, supo que era cierto. Se levantó, miró por su ventana, y al ver la flor roja, se llenó de alegría. El no lo sabía, y tampoco la flor, pero esa alegría iba a ser la fuente de su tristeza y dolor. Pronto se dio cuenta de cuanto quería a esa flor, y de que la extrañaba cuando estaba lejos del jardín, o cuando estaba cuidando las flores que él sembró. Cuidaba sus flores, las que amó siempre, las que imaginó casi como su propia familia, pero extrañaba a esa nueva flor. Y trataba de estar cerca de ella, de rozar sus pétalos, de sentir su perfume intenso. Cuando se iba a dormir, miraba en sus entresueños sus flores, pero sentía placer al recordar la flor roja. Estaba feliz de que ella hubiera llegado a su jardín. Se podría decir que la amaba, como a sus propias flores.
Sin percibirlo casi, día tras día, sus pensamientos se dirigían a ella. La flor roja llenaba su mundo, tanto, que descuidaba sus otras flores. Solo parecía importarle esa flor.
Si alguien hubiera visto ese jardín, probablemente nadie hubiera pensado que estaba siendo descuidado. Pero el jardinero comenzó a sentirse culpable. Siempre quiso un jardín como ese, lo imaginó y lo creó, lo tuvo y ahora era feliz. Pero viendo la belleza de la flor roja, creía estar descuidándolo. Y sufrió. Sufrió por descuidar su jardín, y sufrió porque muchas veces imaginaba su jardín poblado solo por flores rojas. ¡Que hermoso jardín sería ese, lleno de flores nuevas, rojas, alegres, placenteras! Pero eso no habría de suceder sin dolor, arrancando las flores que él mismo había sembrado antes. Y no lo soportaba.
Fue pasando el tiempo y el jardinero quería conservar su jardín, y también su flor roja. Pero sufría porque creía descuidar sus flores, y no le alcanzaba con una sola flor roja. ¡Quería llenar su jardín de ella! “¿Como hacer”, se preguntaba, “y poder amar todo mi jardín y a la flor roja, sin descuidar a ninguna? Sin duda había respuestas, pero ese jardinero no las encontró.
Un día soñó que la flor roja le decía “¡Te amo!” “Quiero llenarte de placer y que tú me cuides solo a mí” Y el contestó: “Te amo desde siempre, ¡y te cuidaré siempre!”
Pero por la mañana despertó y mirando su jardín lo vio marchito y descuidado, mientras en el rincón de la flor roja parecía brillar el sol, solo para ese rincón.
Y supo que amaba mas a la flor roja que a cada flor de su jardín, pero que amaba mas a su jardín que a la flor roja. Y se decidió. Fue hacia ella, y la tomó en sus manos con inmenso dolor. La flor lloró su rocío irisado, pleno de alegres colores. Apretó fuerte sus manos alrededor de ella, y la arrancó. La tomó con toda la dulzura que pudo, porque la amaba mas que a cualquier flor, la envolvió en hojas de papel suave y blanco, puro como su amor, y la depositó en un bolsillo de su camisa, junto a su corazón. Y esperaba llevarla allí el resto de su vida.
Sin duda, después de muerto, alguien encontraría esa flor marchita. Nadie sabría el secreto, pero esa flor era una historia de amor y de dolor, de amor y dolor que llegarían hasta la flor marchita, y el jardinero muerto, enamorado de sus flores y de una flor.
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