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La hoja vaivén volvió hacia mí en un segundo. Retrocedo justo, evitando que el vidrio sucio se estrelle contra mi cara. No sé porqué me detuve debajo del dintel al impulsar la puerta. Quizás el embotamiento que me atontó durante todo el día explotó en mi cabeza en ese preciso momento y me anuló toda posibilidad de discernimiento. Como sea, un simple reflejo de supervivencia me evitó un pequeño accidente. Intento nuevamente empujar la puerta, pero esta vez avanzo con seguridad hacia el interior del bar. A esta hora, como de costumbre, no hay casi nadie. Me acomodo en la misma mesa que ocupo diariamente, la que está junto a la última ventana del local. Mientras abro con lentitud el cierre de la campera y estiro las piernas, estudio con detenimiento las huellas del último comensal: el mantel aún mojado por el vino derramado, algún resto de pan. Me atrae esta rutina de imaginarme quién ocupó este lugar, mi lugar, con anterioridad. La mancha seguramente indica torpeza, el mendrugo mordisqueado habla de una persona impaciente, que no se toma su tiempo para cortar una rebanada con cierta delicadeza. Hasta el par de sobres de azúcar, arrojados desaprensivamente al suelo y que ahora descubro junto a la pata de la mesa, me ofrece algún detalle del personaje. El ejercicio mental para arribar a estas conclusiones, pequeños hallazgos que disfruto, me despabilan un poco. Me siento mejor.
El mozo se acerca con un pocillo y un vaso en su bandeja. Ya conoce el pedido de memoria, no necesito recordárselo cada vez. Me gusta José. Hace bien su trabajo: todas las noches tengo mi café bien caliente y la exacta cantidad de agua que necesito. No me habla, ni siquiera me saluda: deja lo mío sobre la mesa y se retira. Guarda su lugar, no intenta tomar algo que no le ofrezco. Me agradan sus silencios livianos, que se deslizan sin tropiezos ni ansiedades. Sí, me gusta José.
Sé que debo esperar un par de minutos para empezar a beber el café. Con el paso de las semanas, he dado con el tiempo justo: ya no me quemo la lengua ni me asqueo con el líquido casi helado. Mientras tanto, dejo vagar la mirada, me distraigo con algunos objetos que están desde siempre en el bar. Me detengo en unas sillas que han quedado desordenadas y excesivamente alejadas de una de las mesas, creando un pequeño caos. En el cielorraso, los ventiladores de techo reposan hasta el verano, en tanto que uno de los tubos fluorescentes titila, como en una última agonía. El viejo reloj que cuelga sobre la entrada conserva sus manecillas eternamente detenidas en el doce y en el tres. Sólo la mugre que va tiñendo el cuadrante cambia su fisonomía día tras día.
Mientras me caliento la garganta con el primer sorbo, observo con detenimiento a los comensales que casi terminan una modesta cena, los únicos con los que comparto el bar a estas horas. Es una pareja, probablemente un matrimonio, que no han cruzado palabra desde mi llegada. El gordo se concentra en la comida y no levanta la vista del plato. Presiento que no quiere encontrar los ojos de la mujer. Ella ha cruzado los cubiertos, ha dejado casi intacta su porción. Se la ve aburrida, enredada en sus pensamientos. Es bonita. Ahora me descubre, me observa curiosa, y por varios segundos, nos miramos fijamente. El momento se interrumpe cuando el hombre se mancha el pantalón con salsa y acompaña su disgusto con un insulto. Ella se turba y, como sorprendida en falta, regresa a lo suyo. Y yo a lo mío.
El dueño del bar no se ha percatado del episodio: recostado en la barra, lee con fruición el pasquín de la tarde. Desde mi lugar, alcanzo a vislumbrar la tipografía enorme de los titulares en primera página. Un terremoto en algún país remoto, algún acto terrorista con cientos de víctimas o, quizás, un choque con decenas de muertos. En estos días, sólo las malas noticias merecen ese tamaño de letra. Y esas son las que le gustan a Mario. No quiere que lo molesten cuando se regodea con cadáveres a la carta y litros de sangre regando restos de algún vehículo o el pavimento destrozado de una ciudad pobrísima.
Cuando estoy terminando mi café, él pasa veloz, casi suspendido en el aire. El gato corre a ocupar su acostumbrado lugar en la silla que está junto a la entrada de la cocina, seguramente el lugar más cálido del local. Se trepa sin esfuerzo y, ahora, con parsimonia, se ovilla sobre la gastada cuerina del asiento, a la espera del sueño o una ración de comida.
Y nada más. Poca cosa ofrece hoy el bar.
Miro hacia afuera. La vereda es una boca de lobo y no se ve a nadie a estas horas Es lo normal para esta época del año y un frío que hace doler las manos. El sonido agudo de una sirena crece rápido, pero a poco se va perdiendo, confundido con el rumor del tránsito que llega de la avenida cercana. De improviso, me sobresalto. Alguien ha salido de las sombras y se detiene ante la ventana, enfundado en un sobretodo raído y arrastrado varias bolsas negras y un carrito. Su mirada me inquieta, me molesta. Advierto que sus labios se mueven, pero no alcanzo a escucharlo. Sólo atino a levantar los hombros y abrir los brazos, indicando con el gesto que yo no soy el indicado para solucionar sus problemas. Se da por vencido, entonces, como miles de veces, y cuando dobla la esquina, desaparece de mi vista y de mi vida. Como me ha sucedido con tantas personas: ya no las veo, se esfuman de mi cabeza y de mi corazón. Uno cosecha lo que ha sembrado, dicen. Es una buena frase.
Ya es hora, pienso. Me levanto, meto la mano en el bolsillo de la campera y avanzo con decisión hacia la pareja. El gordo se desploma sobre los restos de comida al sonar el balazo y un chorro de sangre le brota de la cara y tiñe el plato y el mantel de rojo. El tiro ha sido certero, le he dado entre los ojos. La mujer grita fuerte, el chillido me aturde un poco. Toma su cartera, me mira boquiabierta durante un instante y corre hacia la salida. Disparo una, dos, tres veces. Cae junto a la puerta, fulminada, sin un estertor. Ahora giro y no puedo evitar una sonrisa. Mario, inmóvil, se ha tapado la cara con el diario, un temblor le recorre todo el cuerpo. Me acerco para leer el titular: anuncia que el equipo de siempre ha ganado el campeonato. La bala agujerea el diario y le destroza la cara al viejo. Durante un segundo permanece en pie y luego siento el golpe seco del cuerpo contra el piso, detrás del mostrador.
Escucho que alguien cierra con violencia la puerta trasera del negocio: imagino que el cocinero ha huido sin intentar siquiera un mirada curiosa al salón. El gato ha saltado de la silla y ha escapado no se dónde. Sólo quedamos José y yo, separados por un par de metros. El silencio de siempre se interpone entre ambos. No intenta cambiar su suerte. Una vez más, calla. Lo miro a los ojos, bajo el arma, él parece distenderse y deja caer la bandeja. Repentinamente, le apunto y descargo la última bala. Se toma el pecho, da unos pasos, tropieza con una silla y cae inerme, sin una queja. Los alaridos de dolor de Mario no cesan: rodeo el mostrador y me acerco al hombre. Me conmueve un poco su sufrimiento, pero no puedo rematarlo. El cargador de la pistola está vacío.
Una vez más, palpo el bolsillo de la campera. Una vez más, no puedo. Una vez más, me levanto, derrotado. Dejo un billete sobre la mesa y arrastrando los pies me acerco a la salida. La mujer gira su cabeza y me vuelve a mirar. Esta vez, aparto la mirada. José ni se molesta en retirar el pago de la consumición y Mario continúa enfrascado en la lectura.
Salgo y me traga la noche. Hace mucho frío, me levanto el cuello del abrigo y escondo las manos en los bolsillos del pantalón. Un automóvil avanza por la calle y me ilumina, por un instante. Otra vez la oscuridad. Creo que sí. Que mañana lograré hacer añicos esta perfecta circularidad del tiempo. Terminar de una vez por todas con el cielo, con el infierno. Sólo es cuestión de voluntad.

Texto agregado el 06-09-2008, y leído por 367 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
28-12-2008 Muy bueno. Me encantó. kmikc
06-10-2008 Me parece muy elegante y bien estructurado, sobre todo misterioso. Muy bueno... marBin
06-10-2008 Excelente texto, increíble como logras mantener la atneciòn del lector y llevarlo hasta el final donde le llevas de golpe hacia una tragedia que despuès no resulta tal y ese giro que nos hace ver la mente del protagonista le da una gran creatividad y final espectacular. Te felicito. doctora
01-10-2008 Me gusta la manera de redactarlo, de narrarlo.Además el tema, que tanto atormenta mi locura. musa_universal
26-09-2008 Muy bueno. Muy interesante. Frases cortas correctamente unidas hacen que el lector siga con interés el relato intimista. Creo que este cuento es otra de tus buenas "búsquedas". 5* rigoberto
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