Saca una cerilla de la caja y la enciende. ¿Cómo hace el fuego para brotar? Observa el temblor de la llama minúscula. ¿Por qué es caliente el fuego? ¿Por qué quema? El destello de luz crepita. Crece hacia abajo y comienza a invadir la madera. ¿Qué busca el fuego? El fósforo carbonizado dobla la cabeza como un capirote agonizante. ¿Quién es capaz de hacer algo así? La llama calienta los dedos. ¿Y si no dejo que se apague? Acerca el fuego a su ropa y el fuego salta antes de desaparecer con la cerilla. ¿Se formarán agujeros? Durante un segundo, el niño tiene un milagro en los ojos. Contempla con el corazón complacido el agujero de contornos chamuscados. La llama ya no está. De pronto, sobre el cerco, brota una diminuta nube negra y tras ella renace la llama durmiente. ¿Qué ocurre? Al acabarse la pregunta, hay ya una antorcha que asciende con rabia por el rastrojo de la prenda. El niño advierte que su cuerpo es el lecho de una hoguera: dardos que le sacuden el pecho y agujas que le arañan las mejillas. Las manos empiezan a agitarse convulsas en un vano ritual de exorcistas. ¡Socorro! ¡Socorro! Sus propios gritos de auxilio le sacar del estupor y corre hasta sí mismo, se reconoce y se arroja al suelo. Entre ambos acorralan al fuego y lo sofocan. Cuando se sabe a salvo, se endereza y se quita la ropa carbonizada. El pecho, el cuello, la cara se abrasan de calor, pero en sus ojos sigue cautivo el fulgor maravillado de la cerilla. ¡Por poco no la cuento! ¡A ver qué digo en casa!