Un mundo de papel

Minutos después de haber llegado descargó su portafolio, se sentó frente a su escritorio y puso unos papeles más en el poco espacio que quedaba libre.
Solo entonces se dio cuenta de las montañas de papel que habían crecido a su alrededor. Debajo de la lámpara, papeles; en el fondo del escritorio, al lado de dos tazas de café de dias anteriores, más papeles; al lado del portátil y casi tropezándose con sus manos, aún más papeles. Recordó haber guardado y botado algunos otros hace unos cuantos meses. Ese día se sintió orgulloso de sí mismo por la limpieza - o ausencia- que entonces caracterizaba a su despacho. El piso quedaba libre, se podía caminar sin tropiezos, en el escritorio su lámpara alumbraba un espacio perfecto para leer o escribir alguna historia o unas líneas de música. La mesa pequeña detrás suyo solo tenía una agenda, dos lapiceros y el libro que leía en ese momento. El orden -o, de nuevo, la ausencia- imperaban. Entonces se olvidó de aquello. Llegaron los libros en descuento que había comprado el mes pasado en la feria; llegó también el conjunto de pequeños paquetes de páginas que constituían el curso de francés que estaba haciendo ahora -aquellas del curso de alemán quedaron archivadas en la última limpieza, prácticamente sin haber sido leídas; algunas copias de su último artículo, que debían ser repartidas entre sus colegas y amigos, encontraron también su lugar en un extremo del escritorio; aparecieron partituras de Cannonball Adderley y otras líneas para bajo que todavía no era ni siquiera capaz de leer de corrido. Los escritos que iniciaba y nunca terminaba también fueron a dar a ese pequeño universo naciente; un par de servilletas usadas y el correo de las últimas semanas fueron otros que se unieron a la fiesta. Todos se asentaron y recibieron a sus semejantes; los acogieron con cariño mientras despreciaban a los que eran diferentes de ellos; las partituras se apoyaban sobre los artículos, estos se metían entre los libros dañando algunas de sus páginas; los escritos se perdían en el fondo, se separaban sus páginas y terminaban siendo solo estorbo. Se acomodaban unos encima de otros, crecían las pilas de papeles, se derrumbaban hacia los lados; seguían llegando otros más, y él apenas se enteraba de esta explícita manifestación de entropía en su propia oficina. Esa tarde, sin embargo, se dio cuenta. Pensó en aquella ocasión en que ante una situación similar había recogido todo; pensó en los días siguientes en que sabía dónde estaba cada papel, cada libro, cada nota. Pensó en lo organizada que era la vida cuando ese pequeño espacio estaba en orden; cómo era todo de claro, de diáfano, de transparente. Pensó y añoró la sobriedad, el aire puro, la luz que alcanza cada rincón. Recordó el orden, las reglas y los parámetros bien definidos. Su mente se encontró entonces con las instituciones del orden: el gobierno, el ejército, el colegio, la iglesia. Entonces prendió la luz amarillenta de su lámpara, empujó un poco algunos papeles hacia el fondo del escritorio, donde casi no había espacio, y empezó a escribir.