Aquella tarde todos menos él supieron que les quedaba un día para compartirlo con su vecino. Al anochecer del día siguiente se lo llevarían los espíritus al oscuro centro de la selva, de donde jamás se regresa.
El brujo había llamado a la mujer con la excusa de ofrecerle hierbas de pangolí para aliviar los dolores de cabeza de su marido. Mañana al ocaso, los espíritus del bosque vendrán a llevárselo, así lo he visto, mujer, no se puede hacer nada; ve y cuídalo, no llores ni te apenes delante de él para que viva ese día con la alegría con que ha vivido todos los demás y el dolor no arañe su alma.
En casa lloró delante de sus hijos y ellos lloraron con ella, mientras Jaro hablaba fuera con sus compadres. Luego fue a decírselo a las vecinas, a las amigas y a los que se paraban a escucharla, así que antes de anochecer ya todos sabían que su vecino no dormiría en su cama ni en ninguna otra la noche del próximo día.
Jaro salió fuera de la casa mientras los demás terminaban de cenar y se sentó en el banco de piedra bajo el alero de palmas. Sus pensamientos surgían lentos hasta convertirse en palabras enlazadas que luego desaparecían para dar paso a otros. Después de un rato, los dedos comenzaron a tamborilear sobre las piernas y a abrirse y cerrarse los labios en silencio. Los pies se movían meciendo el cuerpo como una nana. Muy despacio se fue adormilando. Su mujer lo esperaba despierta para acariciarle con besos demorados que lo protegieran del frío y de la lluvia, besos que detuvieran el tiempo en esa noche; se abrazó después a él para no sentir el frío ni la lluvia, para que la noche no les arrastrara por ningún sendero; luego, todo su cuerpo se agitó, temblando y retorciéndose, danzando encogido, cayendo y levantándose para que nadie le quitara lo que era suyo, para que aquella noche tan corta quedara en su memoria como un sortilegio que lanzar contra los días venideros.
Sentados o en sus camas, recorriendo la casa o mirando la noche, muchos vecinos velaban forzosos, acosados por un secreto que no hubieran querido oír y extraviados en su propio silencio culpable.
Los hijos de Jaro se levantaron pronto con los ojos enrojecidos, tomaron algo sentados junto a él en el banco de piedra, hablaron de las tareas de la mañana, de aparejos para la pesca y arreglos del establo. Jaro les escuchaba sin gran interés, ocupado en algo que había empezado a rondarle ayer antes de acostarse. La vecina se acercó a ellos y les ofreció tortas de mandioca. Jaro aceptó una y la paladeó con gusto. Pasaron unos niños hacia la escuela, les detuvo y les avisó de que un día de estos retomarían los entrenamientos, que fueran afilando sus lancetas porque ya se iba encontrando bien. Se notaba despejado y animoso como la mañana. Bullían en su cabeza proyectos viejos que por fin quería echar a rodar, tareas interrumpidas que la enfermedad le tenía confiscadas.
Tomó los palos de bambú y empezó a agitarlos hasta conseguir un ritmo contagioso que le iluminó el rostro. Pensaba en Caimé, su compadre, tenía que verlo. Ambos eran los músicos del poblado y la semana de la danza no estaba lejos. Además faltaban pocos meses para los rituales de boda. Casi desde niños componían al unísono, como era la costumbre en el gremio. En cuanto uno de ellos tenía dos o tres acordes nuevos se los mostraba al otro y empezaban a desarrollar la melodía, improvisando y repitiendo, avanzando de a poco, día tras día hasta que estaba listo para presentarlo al pueblo.
Caimé estaba alterado desde que se enteró del plazo de su amigo, aunque no era la primera vez que el brujo les transmitía ese tipo de anuncios, ni la primera que estaba avisado de la partida inmediata de algún pariente. Pero ahora era distinto, un vértigo que te roba el aire y deshace los pensamientos antes de que salgan y te convierte en un pelele sin rostro y sin sombra.
Jaro no era su sombra pero no podía imaginar su propia vida sin él, porque su vida había ido creciendo al compás de la música que ellos tomaban y recreaban, como una cadena liviana trenzada con acordes y notas que atrapaban en el aire, en las rocas y en los seres. Ponían una música a cada estación, a cada fiesta y a cada encuentro y, con el canto, envolvían miedos febriles y deseos escondidos de la gente para que no se perdieran en los laberintos de la selva, y les convocaban a manifestarse como gritos domesticados y reconocibles. Ellos, los cazadores de sonidos, cuando estaban los dos solos olvidaban las palabras y adivinaban el talante del otro sin preguntas, sabedores de un código que los otros ignoraban. Por eso el desconcierto que su modo de actuar provocaba en los demás, cuando mudos, entre la gente, se les veía atentos a un diálogo indescifrable.
Intuyó a su amigo antes de que apareciera al fondo de la calle y todo su cuerpo se encogió un segundo, asaltado por un repentino malestar. Salió fuera y se apoyó en la pared. Notó su respiración y tuvo que inspirar con fuerza porque sentía que le faltaba aire. Jaro caminaba decidido. De repente lo tenía delante, como si hubiera cerrado los ojos durante el tiempo que Jaro recorría la distancia. Vamos hasta el río, tengo un son; anoche encontré algo, añadió al ver que Caimé se quedaba parado sin entender. Éste se escurrió dentro, recogió la flauta y los palos y le siguió. Caminaba detrás, un paso detrás de Jaro, que tuvo que girar la cabeza un par de veces para que Caimé alargase la zancada. Cómo estás, y el compañero sonrió sorprendido de la pregunta. Salieron del poblado, cruzaron el claro y entraron en el bosque siguiendo el rumor del agua.
Jaro aguza el oído, se detiene, vuelve a escuchar, mira a un lado y a otro, entre dos grandes árboles que les flanquean, chasquea los dedos. Hoy tocamos aquí. Agita como si los despertara los seis palos de bambú entrelazados por cuerdas. Mueve y moja los labios y los coloca formando una O hasta que sale el primer sonido de su garganta. Comienza a hacer el canto. Piensa en la fiesta de la lluvia, cuando casi todas las preñadas hayan parido ya. Escucha los berridos de los pequeños entre las notas de las canciones y se imagina un año propicio y bullicioso. Golpea los palos huecos al aire mientras escucha el estallido de miles de palos el día de la fiesta atronando las nubes. Poco después da por presentado el canto base y alza los ojos para mirar a su compañero como señal de arranque. Caimé se coloca la flauta y trata de encontrar los acordes adecuados mientras Jaro continua cantando y agitando el bambú hasta que el otro se hace con la melodía. Frente a frente, repiten una vez más el canto. Caimé suena lento y parece despistado; su amigo se toma tiempo. Luego, tras una nueva repetición, empiezan a alargar el tema, a improvisar acordes y ritmos distintos que van y regresan del uno al otro, se reiteran, se deforman y se desvían, se insinúan y se rescatan mientras avanza la música sin rumbo fijo. Resuena la voz clara de Jaro y sube hasta las montañas, los golpes de los palos se alejan ajetreando por todos los senderos de la selva y el silbo de la flauta se entretiene remolón por las ramas de los árboles sin atreverse a volar. Jaro golpea con insistencia el suelo y la flauta de Caimé despierta y responde, y entre las notas se cuelan los pensamientos tristes y una pena ensimismada que poco a poco se va disolviendo. Jaro escucha los sones melancólicos, los recoge y entreteje con los quiebros de su garganta y se los lanza como un reto.
El sol calienta los cuerpos de los músicos danzantes. Ha pasado el tiempo y tienen sed. Se refrescan en el río y regresan satisfechos al poblado.
Por la intrincada geografía del bosque, el aire transporta la música despacio. De pronto, un pájaro de alas verdes se asusta y levanta el vuelo. Todavía dormido, un espíritu del bosque sueña que llega un hombre, pregunta por él y, ocupando su lugar, le envía al poblado para que dance en medio de la lluvia, entre los berridos de los niños. |