ISRAEL ESCLAVO EN EGIPTO
—¡Rafael! ¡Rafael! — La voz retumbó como un trueno, no había enojo en ella.
—Sí Señor, ¿qué necesitas? — contestó el ángel, un poco agitado por la prisa, al tiempo que se ponía en pie frente al trono.
—Tenemos una misión muy importante para ti, Rafael —Dijo, con voz suave y dulce, el Altísimo.
Los grandes ojos azules del joven se agrandaron más aún, expectantes, por saber que sería aquello tan importante.
—Sí Señor, dime —se apresuró ansioso.
Dios se levanto de su estrado. Su magnífica figura se detuvo junto al ángel, su brazo derecho rodeó el hombro del joven de una forma muy paternal mientras su mano izquierda señalaba hacia abajo.
—¿Has visitado a mi pueblo últimamente? —preguntó el Señor
—Sí, por supuesto. Tú sabes que velo constantemente por su salud. Además me mezclo entre ellos adoptando forma humana y comparto el trabajo y las fiestas. — explicó Rafael con una sonrisa, orgulloso de su trabajo.
— Muy bien, entonces dime: ¿Cómo se comporta Israel? ¿Me adora? ¿Levanta sus ojos pidiendo mi bendición?
—Pues… Bien… Creo que… —titubeó el joven al tiempo que sus mejillas se sonrojaban. Comprendió rápidamente que las respuestas a esas preguntas ponían en evidencia el pecado de los israelitas. Rafael era generoso y puro de corazón. En la esencia de ser estaba el velar por la salud de aquellos que el Señor le había confiado, especialmente por los enfermos. Sintió pena y aflicción.
—Mira, hemos pensado que ya es hora que los israelitas no sean bien vistos por los egipcios. Para ello tu misión será lograr que el faraón y sus ministros vean en nuestro pueblo un posible enemigo. Que el miedo a ello los impulse a imponerle trabajos pesados, tratarlos como sirvientes, como esclavos.
Una palidez mortal tiño la piel del arcángel. Permaneció inmóvil, lleno de estupor. Una lágrima pura y cristalina como un diamante descendió lentamente por su mejilla fría. Una espada filosa había atravesado el alma de Rafael. ¿Cómo podría ser que ese pueblo fuera destinado a semejante sufrimiento? ¿Habría dejado de ser la nación elegida?.
Reponiéndose apenas a semejante golpe, con poquísimas gotas de aliento que aún guardaba en su corazón ensayó un tímido alegato
—Pero Señor… —balbuceó—. ¿El pueblo al que amas? ¿Esclavo?
El Señor de los Cielos y la Tierra, en su eterna misericordia, amó más que nunca a Rafael. Conmovido, quizás, por ese corazón noble y generoso, le regaló una tierna mirada que, como un bálsamo de aloe, alivia el dolor de las heridas, heridas que solo sana el amor. Como dulce melodía brotaron las palabras de la boca del Altísimo.
—Hijo mío, has dicho bien. El pueblo al que yo amo no debe ser esclavo. Pero piensa por un momento ¿No será que Israel ya ha sido esclavizado por los hijos del Nilo? ¿No han sucumbido bajo sus falsos dioses y han dejado de alzar sus manos invocando mi auxilio? ¿No se han entregado, como lo hacen los egipcios, al culto de los placeres de los sentidos? Ahora dime: ¿Podrías decir que este pueblo es realmente libre? — Se detuvo por un instante para permitir que su servidor buscara las respuestas a todos estos interrogantes. Que escrutara en su interior, las respuestas deberían estar a flor de piel, la cercanía del ángel con estos hombres era mucha. Viendo Dios que comprendía, que sus ojos translucían el sufrimiento de constatar la certeza de sus dichos, no quiso abandonarlo a la terrible agonía que le provocaba haber entendido que la voluntad del Señor era lo único que sacaría a Israel de la idolatría. Recitó con voz firme, poderosa, sabia, su oráculo—. Permitiremos que la casa de Jacob sea sojuzgada. Haremos que sean plenamente consientes de su realidad, que sientan la necesidad de ser rescatados. Te prometo, entonces, que mi mano poderosa sacará a mi pueblo de Egipto y ese día será recordado de generación en generación, como el día en que mi heredad paso de la esclavitud a la libertad.
Las aguas del Nilo bajaban cristalinas, bañando las orillas que rebozaban de vida por doquier. La abundancia de la vegetación podría considerarse desmedida con solo pensar que a metros de allí, se hallaban enormes desiertos, que como grandes monumentos funerarios, derramaban únicamente promesas de muerte. Los rebaños de vacas y ovejas disfrutaban la frescura de un baño bajo el cálido sol del mediodía. La humedad y la ausencia total de nubes sobre el límpido y celeste firmamento, combinaban sus efectos en una alquimia natural, para hacer de ese lugar una hoguera sofocante. La gente parecía no verse afectada por el agobio climático. La ciudad estallaba en un hormigueo frenético. Los mercaderes desgañitaban sus gargantas con la esperanza de convencer a sus ocasionales clientes de las bondades y beneficios que sus productos poseían, a la vez que luchaban por evitar que esos terribles niños que corrían jugueteando entre las tiendas echaran por tierra su preciosa mercadería.
El caos de la metrópolis parecía abstraerse de la imponente arquitectura del palacio real, que se erguía colosalmente sobre un paradisíaco jardín a pocos metros de allí. Sobre la cima de una enorme escalinata emergía el edificio apoyado en una extensa hilera de pesadas columnas redondas, que dispuestas como guardianes pétreos sobre la entrada principal, hacían presumir la fortaleza y seguridad del edificio. Los grabados en bajo relieve de figuras y jeroglíficos conferían a los pesados muros un toque artístico singular. Las pequeñas ventanas dispuestas de manera regular no hacían más que acentuar la solidez del parapeto.
El jefe de la guardia real entró en la sala mayor ubicada en el ala occidental del palacio. El faraón se hallaba meditando frente a la ventana. El efecto que producía el contraluz sobre su torneado cuerpo, dibujaba en aquella figura la imagen de un coloso, un guerrero temible.
—Mi Señor —se anunció con tono protocolar.
—Habla, Amret —autorizó.
—El “Hebreo” solicita una nueva entrevista— informó. Un cierto temor se percibió en su voz. La intuición del militar no estaba errada. La cara del faraón se desfiguró. Un gesto de furia se dibujo en su rostro, sus ojos destilaron furia. Apretó de tal manera sus puños que, de haber tenido piedras en ellos, las hubiese pulverizado.
—Como se atreve…—gritó, aunque contuvo su ira—. Hazlo pasar.
Un hombre de gran estatura entró segundos después en la sala. Su aspecto era impresionante. Sus cabellos blancos como la nieve caían suavemente sobre sus hombros. Su larga barba modelaba en él un semblante pleno en sabiduría. Su rostro poseía un resplandor único, casi angelical, aunque una expresión severa predominaba en su mirada. Su túnica de fino lino blanco con bordados dorados y plateados denotaba la realeza de su linaje. Avanzó sin titubeos. Valiente. Seguro de sí mismo. Atravesó el amplio salón hasta quedar cara a cara con el faraón.
—¡Ya te he dicho que no me molestes más! — arremetió el faraón sin esperar la palabra del visitante. Su visible nerviosismo contrastaba con la serenidad del hebreo. Sentirse disminuido ante él hacía que su sangre hirviese. Quería mostrarse dominante, pero sucumbía ante la personalidad de aquel hombre. Percibía su inminente fracaso.
—¿Hasta cuando te resistirás a humillarte ante mí? —dijo el anciano. Había notado la debilidad del egipcio y asestaba una estocada directa a su orgulloso corazón. No estaba dispuesto a concederle terreno, dejar que recuperara la fe en sí mismo.
El soberano, herido en lo más profundo de su ser, no pudo soportar esa terrible humillación. Enceguecido por el bochornoso desplante, ensayó una última e inútil arremetida— ¡Basta! ¡Retírate de mi presencia! ¡Guárdate de volver a ver mi rostro. Pues el día en que veas mi rostro morirás!
—¡Tú lo has dicho! No volveré a ver tu rostro. Pero escucha esto: nueve hombres te envié, nueve desgracias han traído a tu imperio. Uno más enviaré. Gran aflicción causará a tu alma y a tu pueblo, pues les quitará lo que mas aman. Y esto no será todo. De oro, plata, vestidos y ganado serán despojados— sentenció el hebreo y se retiró de la presencia del faraón.
Siete días después el décimo hombre se presentó ante el soberano y le dijo— Hoy se completa la profecía. Ni tus oídos ni tu corazón han querido escuchar ni ver las advertencias que se te han hecho. Por eso hoy se te ha quitado lo que más amas—. Sin agregar palabra alguna, se marchó misteriosamente, tal como había llegado, tal como sus anteriores nueve predecesores.
El faraón se retiró a sus aposentos, confundido por las palabras del extraño visitante. Caminó cabildante por lo salones y pasillos de palacio. Al ingresar a la sala de recepción, se extrañó del silencio sepulcral del lugar. Su ansiedad creció. Su respiración se hizo dificultosa. Un frío mortal recorrió todo su cuerpo. El faraón comprendió de pronto, de que se trataba la amenaza de aquel hombre. Se apresuró a atravesar el amplio corredor que lo separaba de la recamara real. Pasó sin prestar ninguna atención a los guardias apostados al comienzo del pasillo. Desapareció tras el umbral de la puerta. Segundos después, un grito desgarrador quebró el silencio del edificio.
—¡Hijo mío! ¡Despierta, hijo mío! ¡No! ¡No puede ser verdad! ¡No puedes estar muerto!
Kamutef se despertó agitado. Su cuerpo estaba cubierto de transpiración. Una angustiante sensación de pavor, como una garra implacable, oprimía su corazón. Giró su cabeza en todas direcciones. No se detuvo hasta comprobar que estaba sentado en su cama, que el mundo que lo rodeaba era apenas su habitación. Se relajó. Comprendió que todo había sido un sueño, un horrible e incomprensible sueño. Se apresuró a tomar un baño, el faraón Seti I había convocado a una audiencia urgente en el palacio. Revestido con su mejor traje de gala, partió hacia su destino. Sus pensamientos, durante el trayecto, no pudieron apartarse de aquel sueño. ¿Tendría algún significado? ¿Porqué el faraón convocaba a esta audiencia? ¿Habría relación entre una cosa y la otra?
El lugar elegido para la reunión era el salón Anubis ubicado en el ala septentrional del palacio. Sus muros se encontraban sobriamente adornados con figuras de la diosa y otras, dedicadas a viejas y gloriosas batallas. Un número de aproximadamente veinte ministros discurrían fervientemente acerca de cuál sería el motivo de la repentina convocatoria, al tiempo que sonaban las trompetas que anunciaba la llegada del faraón. Un silencio respetuoso y una ansiedad contenida acompañaron la entrada majestuosa del soberano de Egipto. Seti I se ubicó en el trono tallado de una sola pieza de un finísimo mármol blanco traído del centro del áfrica, adornado bellamente de rubies y esmeraldas.
De gran inteligencia, el faraón tenía la especial habilidad de conocer cada detalle de lo que ocurría a su alrededor. De físico delgado, rostro alargado, nariz aguileña y mirada inflexible, imponía autoridad con su sola presencia. Sus ojos hicieron un rápido reconocimiento de la asamblea. Constató con agrado que todos sus consejeros se hallaban presentes. Era sabido el disgusto que provocaba en él las ausencias y retrasos. Ninguno de los allí presentes hubiera querido sufrir las consecuencias de ello.
Seti reflexionó por breves instantes. Buscaba las palabras exactas para comenzar su alocución. Por fin, al cabo de un par de minutos, emitió un pequeño carraspeo para anunciar el comienzo de la sesión.
—La tierra en la que vivimos ha sido bendecida por los dioses. La abundancia colma nuestros graneros. Poseemos ganado para alimentar tres veces la cantidad de habitantes de nuestra nación. El comercio, el de mayor importancia en todo el mundo, aumenta la grandeza de Egipto. Nuestro ejército valiente, eficiente, profesional y magnífico, ha sabido protegernos de las aves de rapiña que acechan nuestras riquezas.
Las palabras del faraón no guardaban ninguna clase de egolatría ni vanagloria. Cada uno de los puntos enumerados se correspondía con la realidad. Los gestos de aprobación en los rostros de los ministros, lo invitaron a continuar con el desarrollo de la idea.
—Como les he dicho, difícilmente un enemigo, por más poderoso que fuese, podría invadir nuestro país. Sin embargo, creo yo, que tenemos un enemigo potencial mucho más cerca de lo que creemos, una cuña del mismo palo colocado entre sus ramas. El peligro no se encuentra puertas afuera de nuestras fronteras, sino más bien, convive con nosotros—explicó Seti.
Las expresiones de los oyentes eran ahora de sorpresa, de confusión. Un intenso cuchicheo dominó la sala de audiencias. ¿A quién se referiría Seti? ¿Cómo es que no se habían dado cuenta hasta ese momento? ¿Habría una rebelión interna que desconocían?
Kamutef sintió como si le hubiesen arrojado un balde de agua helada. Su corazón se paralizó. Sus manos se volvieron temblorosas como una hoja al viento. Su boca de pronto estaba seca y su respiración forzada. Sabía perfectamente a quién se refería el faraón y que es lo que sucedería. El sueño de pronto se volvió como un mazo gigante que lo golpeaba lleno de realidad. No pudo emitir palabra alguna. Su lengua permaneció pegada al paladar, tanto por el espanto, como por la incredulidad. Además, debía estar seguro, que no sería tomado por loco o estúpido y fuera el hazme reír de la sala.
—Hace muchos años unos pocos hombres llegaron a esta tierra. Durante su estadía han crecido en número. Aquellos pocos son hoy un pueblo enorme. Un pueblo que comparte nuestro suelo, nuestras riquezas. Un pueblo que tiene un dios ajeno a los nuestros— aseveró Seti y continuó formulado su hipótesis— ¿Qué pasaría si Israel decidiese complotarse con uno de nuestros enemigos?
El murmullo se transformó en griterío. La discusión estaba planteada sobre tres opiniones bien diferenciadas: los que estaban de acuerdo con la posibilidad de un complot. Los que tenían una visión totalmente opuesta porque conocían o convivían con los hebreos y los creían incapaces de semejante traición. Y los que estaban confundidos, o no tenían una idea formada.
Kamutef era uno de estos últimos. Sin embargo, la sensación de veracidad del sueño lo impulsó a levantarse y pedir la palabra:
—Mi Señor. Quisiera yo contar, si es de vuestro agrado, un sueño que he tenido esta madrugada—.Se detuvo esperando una señal de aprobación.
—Kamutef, ¿en qué puede ayudarnos un sueño que has tenido? —interrogó Seti un tanto extrañado por la proposición de su ministro.
—Creo yo, que de acuerdo a vuestras palabras, este sueño podría tratarse de un presagio, una visión del futuro —explicó Kamutef con un poco de nerviosismo. No estaba seguro de cómo podría se recibida la exposición de lo sucedido durante su descanso nocturno. Una gota de sudor corrió raudamente por su patilla deslizándose hacia el cuello. Su paladar parecía el desierto mismo. Con visible dificultad, pero sin olvidar detalle alguno, contó su misterioso sueño, poniendo especial énfasis en el dialogo entre el hebreo y el faraón. Las palabras de Kamutef, lejos de ser motivo de burla fueron como aceite arrojado sobre la llama de un candelero.
La indignación y la bronca dominaron rápidamente la asamblea, algunos pocos intentaron una tibia e inútil defensa del pueblo israelita. La narración del sueño, había volcado la balanza a favor de aquellos que creían en la posibilidad latente de una conspiración. La efervescencia de la reunión había llegado a su punto máximo.
Seti llamó a la calma con un ademán de su mano derecha. Luego de recuperado el orden y el silencio en la habitación dijo:
—Kamutef no ha hecho otra cosa que confirmar mi presentimiento —.Con el seño fruncido, interrogó a sus consejeros— ¿Qué creen ustedes que debemos hacer para evitar este terrible presagio?
—Señor, humildemente, considero que este pueblo debe ser expulsado inmediatamente de Egipto —se adelantó a proponer Amnitep.
—¡No! ¡No!, de ninguna manera deberán abandonar nuestro país. Debemos aprovechar su gran número para utilizarlo en todos los trabajos duros que nuestra gente no realiza. ¡Sí! Yo pienso que debemos hacer de cada hebreo un esclavo —opinó Kipnot con cierto grado de malicia, que sus ojos no pudieron ocultar.
—¡Sí! ¡Esclavos! ¡Merecen la esclavitud! —se oyó de entre los egipcios. El consenso a esta altura era unánime.
El faraón con su aplomo habitual y la tranquilidad que le brinda su madurez e inteligencia se puso de pie. Caminó de derecha a izquierda lentamente y en silencio. Su mirada estaba clavada en el piso. Buscaba hilvanar y hacer más nítidos sus pensamientos. De tanto en tanto un gesto de fastidio, provocado por la ruidosa charla de los ministros, brotaba de ese rostro anguloso. De pronto se detuvo. Una sonrisa complacida transformó la severidad de su expresión. Se irguió como un guerrero gigante. Su pecho se infló como el de un león imponiendo el respeto frente a su manada. Se lo veía desafiante. Decidido. Soberbio.
—Estoy de acuerdo con la idea de esclavizar a este pueblo. Sin embargo, creo que sería demasiado peligroso imponerles este castigo abiertamente, podríamos desencadenar la rebelión que estamos tratando de evitar. También nuestro propio pueblo, que ha aprendido a querer a los israelitas, podría ponérsenos en contra. Deberemos ser muy prudentes y astutos—dijo con vos pausada.
Las palabras del faraón impactaron de lleno sobre el auditorio. Todos comprendieron el peligro que significaba cualquier decisión errónea. Claro está que Seti, ya tenía la solución del problema, simplemente quería lograr la reflexión de los presentes y que sus mentes estuvieran preparadas para escucharla.
—Haremos que extraigan y tallen piedras de nuestras canteras. Que cocinen ladrillos. Que con ellos construyan pirámides, templos y murallas. Que abran canales de riego. Que labren nuestra tierra y cuiden nuestro ganado. Lentamente iremos desgastando su salud y su voluntad. Los arduos trabajos no dejaran vigor en ellos para procrearse. Disminuirán en número y dejarán de ser una amenaza para nuestro imperio.
Los consejeros no comprendían, no había nada de original en las palabras del faraón. Era claro que de esa manera, se esclavizaba a Israel, pero el peligro de la reacción no estaba solucionado. Pero Seti había guardado hábilmente su estocada para el final:
—Pediremos a los israelitas que, voluntariamente, nos ayuden en estas tareas. No como esclavos, sino como obreros. Argumentaremos la necesidad de hacer grande nuestra nación, de mejorar la seguridad y la economía. Formaremos grupos de trabajo, cada uno estará bajo el mando de un capataz hebreo y varios capataces estarán bajo la supervisión de inspectores egipcios. En un principio, recibirán una paga acorde con los trabajos realizados mientras que los capataces guardaran las comodidades de sus vidas. Luego iremos imponiendo mayor cantidad de horas a las jornadas laborales y las tareas serán más y más arduas. Finalmente, sin darse cuenta, terminarán siendo esclavos.
La brillante idea del faraón dejo perplejos a todos y de inmediato manifestaron, con gran júbilo, su apoyo a la misma.
—Me alegro de que estén de acuerdo con este plan. Mañana mismo convoquen a todo el pueblo de Israel a la plaza, frente al palacio. Yo daré un discurso para convencerlos de que nos brinden su apoyo en estas tareas —. Dijo el faraón complacido, por la resolución a la que había llegado la audiencia.
Unas tres horas después del mediodía del día siguiente, una multitud de hebreos se había dado cita a las puertas del palacio, respondiendo a la convocatoria del soberano egipcio. Hombres, mujeres y niños esperaban con ingenuidad y alegría las palabras del faraón. En un balcón, ubicado sobre la entrada principal, desde el cual toda la gente reunida podía divisar y escuchar sus palabras, se asomó la figura imponente de Seti, provisto de su corona y de los adornos habituales en este tipo de ceremonias. Su piel dorada brillaba con el fuerte sol de la tarde. Su aspecto de hombre duro era menguado por una falsa expresión de bondad en su rostro. Alzó sobre su cabeza los bastones reales que sostenía en cada mano y la multitud hizo silencio para escuchar el motivo de la llamada a la plaza.
—Queridos amigos, queridos hermanos. Los he convocado para solicitarles, en consideración a la hospitalidad que han recibido del pueblo egipcio, su colaboración para hacer de este país la nación más grande y poderosa de la tierra. Construir murallas que eviten el ataque de los pueblos enemigos, edificios para los asuntos de gobierno y templos para agradecer a nuestro dioses. Cada uno de ustedes recibirá en compensación un justo salario, que les ayudará a vivir con abundancia. —el engaño había comenzado y ahora debía ver si el pueblo hebreo había tragado el anzuelo.
—¿Cuento con vuestra colaboración? —preguntó el faraón.
Los israelitas, que no imaginaban que detrás de estas lindas palabras se escondía un engaño, respondieron afirmativamente y a viva voz al pedido de Seti, quién sintió el gozo de ver como su plan comenzaba a hacerse realidad.
Desde los confines del firmamento celeste, la voz del altísimo sonó satisfecha por el trabajo realizado por el arcángel:
—Muy bien por ti, Rafael. Has cumplido con mi mandato a la perfección. Ya está en camino la liberación más grande que tenga la historia de salvación del hombre y que solo será superada, en la plenitud de los tiempos, por la redención de la raza humana.
El ángel no pudo disfrutar del halago recibido, su corazón estaba partido. El sufrimiento que en poco tiempo su amado pueblo debería soportar, le producía un profundo dolor. Ahí quedó inmóvil mirando hacia Egipto. Durante días y días sus lágrimas rociaron la frondosa tierra del Nilo. El cielo permaneció todo ese tiempo de un penoso color gris. Una triste canción broto de sus labios. Cuentan nuestros padres, que en los días de mayor aflicción, creyeron escuchar una melodía que se hacía presente con el viento y que consoló las almas de toda la estirpe de Jacob durante cuatrocientos años.
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