“ Érase una vez un lugar lleno de felicidad, un lugar en donde no existía la tristeza, la traición, la corrupción, el egoísmo, la guerra, el abandono, el sufrimiento, el dolor, la muerte y el pecado…”
Cerró el libro y echó a andar a la calle. Una pesantez anginosa le oprimía el pecho, le inundaba el alma. Caminaba con la mirada fija en el pavimento, abstraído. La luz mortecina de una media luna iluminaba por momentos la escena. Caminar sin ver, ver sin pensar, pensar sin decidir, obedecer a un imperativo que lo trasciende. Con paso lento y sin denotar prisa, de vez en cuando lanzaba una furtiva mirada hacia los lados, mientras su mano derecha acariciaba el frío metal del arma bajo la chaqueta con un leve temblor que divergía entre miedo y ansia. El solo mirarlo daba un poco de miedo. Parecía estar sumido en la más profunda de las preocupaciones.
Sombra entre sombras, con la noche como único testigo de su paso y el cuerpo convertido en un marasmo, anduvo más de dos horas sin detenerse. El eco rítmico de sus pasos era alterado ocasionalmente por el sonido de algún roedor que aprovechaba la complicidad de la oscuridad para rondar de caza. El hombre, imperturbable, poca atención prestaba a lo que ocurría a su alrededor. Con la mirada fija en el suelo, sabía a donde dirigirse y, aunque aparentemente sombrío, tenía un cúmulo de sentimientos y sensaciones hirviendo en su interior.
Una gota perlada de sudor se deslizó atravesando su frente, delatando la inminente llegada a su destino. Un palomar, que así se denominaba a las paupérrimas vecindades que inundaban el centro de la ciudad, apareció ante sus ojos vidriosos. Su mano derecha apretó con fuerza el arma, mientras la izquierda secaba la sudorosa frente. En los siguientes minutos no podía darse el lujo de dudar, así que entró directamente a la casa del fondo, con un único objetivo en su mente. Dentro de la habitación la oscuridad cubría casi su totalidad. Un destello débil de luz iluminaba el lugar donde se encontraba una sola cama, ocupada por alguna persona que se encontraba cubierta por completo por una sábana. Sin dar tiempo para nada, tomó una almohada, la colocó en la cara del sujeto y acto seguido disparó en tres ocasiones. Un brillo de odio iluminó un instante sus pupilas. El ruido apagado no traspasó más allá de las paredes. El hombre salió del lugar sin mirar hacia atrás, mientras la sábana de la cama se iba tiñendo de un rojo escarlata.
Al salir tuvo la precaución de vigilar que nadie lo hubiera observado. En poco rato el hombre ya se encontraba caminando de regreso a casa. Del interior de su chaqueta sacó la foto de una pequeña que no superaba los diez años de edad. La oprimió contra su pecho mientras recordaba que, unos meses atrás, habían encontrado su cadáver, violado y abandonado en las afueras de la cuidad. Todos los recuerdos del calvario que pasó luchando por encontrar al sujeto, el proceso judicial, la demanda y que, finalmente, viera al responsable ser puesto en libertad por falta de pruebas inundaron su ya cansada memoria. Un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas. La justicia que ni un dios ni los hombres le pudieron dar estuvo esa noche en sus manos.
Decidió caminar un rato. Anduvo sin rumbo durante algunas horas más, observándolo todo con una inusitada curiosidad, disfrutando la apacible noche que lo envolvía, con la brisa fresca del sereno colmando sus pulmones. Ya estando cerca el amanecer emprendió la vuelta.
Al llegar a su casa se sentó tranquilamente en la mesa del estudio, abrió el libro de historias que solía leerle a su pequeña y leyó lo que después de tantas veces ya sabía de memoria:
“ Érase una vez un lugar lleno de felicidad, un lugar en donde no existía la tristeza, la traición, la corrupción, el egoísmo, la guerra, el abandono, el sufrimiento, el dolor, la muerte y el pecado…”
Una sonrisa melancólica se dibujó en su rostro mientras dejaba escapar un leve suspiro. Algunos segundos después, el sonido de un disparo despertó a los vecinos.
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