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EL OFICINISTA.
(Relato)


Yo la pienso, la sueño, la vivo en una dimensión en la que no existen nivel ni subordinación alguna. Al día siguiente la veo, la escucho, la admiro, muchas veces no le hablo, pues debo obedecer. Cuando ella se ausenta, no hago más que extrañarla, y para consolarme busco la manera de ir hasta el décimo piso para tan sólo ver la placa en su oficina y pensarla allá dentro, sujetando el teléfono, digitando el teclado o arreglándose el maquillaje. Eres un sueño, me digo, al recibir una sonrisa de su parte; no importa si es la misma sonrisa con la que premia a Torres, o ese desplegar de labios con que mira las cifras positivas que le alcanza Romero, algo y algo hay para cada uno. A mí siempre me llama por mi nombre, y ya por eso la quiero más. No sé bien si fue en este año o en el anterior, pero surgió a raíz de un reproche, es decir, para reparar la ofensa por el reclamo airado que me espetó. “Vamos, Miguel, comprende, todos tenemos metas, y el Directorio gusta de presionar, no hay tiempo que perder”. Me ofreció una disculpa, y así no la hubiera ofrecido ya estaba disculpada. ¿Así es el querer? Quien sabe. Yo desde aquel tiempo soy Miguel, mientras que los otros son apellidos. Es obvio, existe una diferencia que muy pocos notan. Sin embargo, nadie se inmuta, parece darles igual, si son llamados por el nombre o por el apellido, e incluso por el área donde trabajan, cuando es la Vice Presidenta quien los requiere.

Al amanecer, después de desayunar, al verme llegando a la empresa, comienza a transcurrir mi momento feliz. Es verla recorrer el pasillo, hacerme el loco y, como quien no quiere la cosa, caminar tras de ella, tomar el ascensor menos lleno, disimular dentro que no la miro, y observarla al detalle. Sus formas, disminuidas por lo formal de su ropa, al principio, me producían una que otra erección que en verano me eran inocultables de no llevar conmigo algún fólder o maletín. Actualmente se me ha vuelto una costumbre, lo del fólder; aunque las erecciones han quedado sólo en cosquilleos prometedores. “Señora Murillo, buenos días” es el cortejo de voces que se escuchan frente a las pocas personas que avanzamos cual si fuéramos sus guardaespaldas. Tres años conduciéndome por esa rutina, de pensarla, de soñarla, sin atreverme a nada más que quedarme en la ficción. A hablarle indirectamente, a comunicarme con discreción. “Señora Vice Presidenta, esto. Disculpe, señora Murillo, lo otro”. Hasta esperar, quien sabe, una mejor oportunidad. Algo que me haga estar completamente seguro de dar el primer paso, o el salto gigante que allane las diferencias de esta relación vertical, de este posible amor en progresión.

Esta noche, al regresar a mi departamento, lo primero que hice fue correr al baño para verme la cara. Es que ocurrió algo sin precedentes. En el estacionamiento, mientras yo iba a retirar mi moto, noté a Rebeca (la señora Murillo), con dificultades para abrir la portezuela de su auto. Me miró y desde lejos interpreté que solicitaba mi ayuda. Corrí de inmediato. No pasaba gran cosa, algo fácil de solucionar con maña en la muñeca, dado al desgaste o mal uso que sufría la llave. “Gracias, Miguel”. “De nada, señora Murillo”. “Anda, fuera de la empresa, y a solas, puedes llamarme Rebeca”. Indiqué que prefería mantenerme como empleado de contabilidad en todo momento, aunque debo confesar que me sentí tentado a aprovechar la ocasión y convertirla en una de confesión sentimental. “Como gustes, Miguel. Y, a propósito, siempre me he preguntado por qué a tu edad continuas soltero. Al menos, eso dice tu hoja de vida”, soltó de repente, dando pie a las descartadas y subterráneas confesiones. “¿Cree que estoy viejo como para no poder casarme?” Respondí con otra pregunta. “Vamos, Miguel, debes tener 40 a lo mucho”. “No, 46”. Corregí. “¡Caramba, pareces de menos!”. Carajo, tuvo que decir aquello; me volví un adolescente en el acto. Ya no quise preguntar de cuantos parecía. Solamente quería quedarme con esa mueca que iluminaba sus ojos, antes de que abordase su auto. “Hasta mañana, buenas noches”. Recordé eso frente al espejo, examinando mi cabello, las marcas de expresión, las arrugas en mis párpados, mi rostro con lunares, mis dientes un tanto dispares. No, definitivamente, no soy tan viejo para pensar en un mañana, en las buenas noches que podría pasar a su lado. No me interesa si es mayor que yo, si lleva una vida diferente, mas creo que allí radica mi querer, en que la veo como una mujer muy distinta a todas las que he conocido.

Después de cenar empieza el ritual de pensarla, de soñarla, de vivirla. Cojo el diario, felizmente su anuncio sigue ahí, con una figura diferente tal vez, con una voz impostada para pasar inadvertida. “Rebeca. Mujer madura, sensual y complaciente, ofrece charla telefónica erótica tarifada al minuto y servicio de masajes para selectos ejecutivos.” Para mí, la mujer al otro lado de la línea, es ella, mi Vice Presidenta. Últimamente, le he hablado tanto que he terminado convenciéndome. Es momento de llamar.

422-8069
- Hola, esta es la línea caliente de Rebeca. ¿Quién llama?
- Hola, soy yo, Miguel, ¿me recuerdas?
- Tal vez.
- Mi amor, todas las noches te llamo, soy el “oficinista agotado”.
- Espera un momento, cariño.
(Un minuto después)
- ¿Hola, papito?
- ¿Rebeca? Vidita, al principio no te reconocí.
- Perdón, mi rey, es que fui por un vaso de agua caliente, ya ves el frío que hace; y de tanto hablar por teléfono, tú comprenderás, debo cuidarme.
- Si, lo sé, no hay problema.
- ¿Estás listo para nuestra sesión, mi “oficinista cansado”?
- Es “agotado”, pero da lo mismo.
- ¿Ya te desabrochaste el pantalón, tienes algo en la tele, quieres saber cómo estoy vestida?
- Sí, mi amor, que te pusiste hoy.
- Sólo una batita rosa transparente, sin nada por abajo, a parte de unos portaligas negros.
- Ya no puedo más, ¿sabes? No son las ganas de comerte o de fantasear las que me motivan a llamar. Es que quiero preguntarte algo.
- Pregunta lo que quieras. Te adelanto que ando recorriendo mi pequeña selvita. Mis labios empiezan a humedecerse.
- ¿En verdad te parezco de menos edad?
- ¿Cuántos años tiene mi toro de Acho?
- Ya te lo dije, 46.
- Eres todavía un cachorro temeroso, mi rey. Deja que te alivie. Sácala y frótatela al compás de mis susurros. ¡Aahh!
- Repíteme antes tu descripción.
- Tengo el cabello como tú quieres, los ojos miel que te enloquecen, la boca de labios finos, las manos de dedos largos, los senos pequeños y justos para que los emboques, el vientre maduro, las piernas aún duras, el culo lo suficientemente grande para que me montes a tu plena voluntad. ¡Ay, amor, ardo de pasión! Soy tal cual me deseas, tú lo sabes.
- Esa voz me vuelve un salvaje. ¿Cómo puedes ser tan distinta cuando mandas en la empresa?
- Papacito, yo soy mandona en todo lugar, y además me gusta pegar y castigar.
- Si, me consta. ¿Sabes?...Te quiero.
- ¿Qué me quieres qué?
- Te quiero tanto como para declararte mi amor, Rebeca, aunque estés por encima de mis posibilidades.
- Te has enamorado, pero date cuenta que si estoy dentro de tus posibilidades, amor mío.
- ¿En serio?
- Cuando tú quieras, sólo debes contar con el dinero, amorcito, lo demás será pura realidad.
- Rebeca, si supieras que nunca he podido combinar como ahora mis deseos y mis sentimientos. Soy pasión y amor, deseo y querer, estallo de felicidad por ti.
- Yo estoy en las mismas, soy un volcán en erupción. No me importa nada, solamente tu satisfacción.
- Entonces dejemos de soñar, ven a mi casa.
- Son 80 dólares y no incluye el traslado.
- Eso es lo de menos, yo sé que al vernos las diferencias económicas quedarán de lado. Y te aseguro mi total discreción al día siguiente.
- Papito, eres una delicia de hombre, dame la dirección.
- Toma nota…

Estoy tan nervioso que mi única solución será devolverme a la ducha para encontrar la calma. Rebeca viene esta noche, llegará a mi casa, entrará a mi reino para abrazar a su papito que la llama por las noches. Yo estaré atento, mirando desde la ventana, fijándome en todos los autos que paren en la entrada del edificio. Yo la estoy soñando llegar: su traje negro, su cabello ondulado y largo, su frente altiva, sus pómulos salientes, la sonrisa, el rostro suyo que le hace lucha al paso del tiempo. Sus manos delicadas y firmes en el apretón, sus piernas llenas, sus caderas llamativas, los zapatos, esos zapatos tan elegantes. Y yo la espero como Miguel, no como Cárdenas de Contabilidad, como me llaman en la empresa. Aguardo su aparición, confiando en lo que comúnmente se conoce como sexto sentido, porque en las primeras veces de las llamadas calientes Rebeca dijo algo que siempre le he oído mencionar en la oficina: “Vamos, Miguel, siempre se puede”. Siempre se puede, qué bella frase. Entonces, el aviso de la mujer madura y su faceta de conductora de negocios la encuadran perfectamente en una misma dama. Aunque deduzco que se dedica a las llamaditas para jugar con la imaginación de quienes no la conocen. ¿O tal vez la conozcan? Pero, de ser así, todavía queda una diferencia en nuestra relación: yo la quiero, y Rebeca, fiel a su estilo “siempre podría llegar a quererme”.

Un poco de perfume, antes de ponerme la ropa limpia. Otro de ambientador con aroma a lavanda por todo el departamento. Una botella de vino. A media luz la recibiré, para mantener cierto misterio flotando. Un escenario propicio para ir develando, poco a poco, nuestras personalidades. Rebeca, señora Murillo, la eficiente mujer de la empresa, una no muy joven divorciada que me trae loco desde que entré al nuevo trabajo. Yo un simple bípedo ansioso por ser comprendido; alguien que reza por ser correspondido. Si no te hubiera descubierto por el aviso, seguirías inalcanzable.

Un taxi se ha detenido a la entrada. Pasan los segundos y es como si el pasajero no se decidiera a bajar. Por fin, un zapato, una pierna de mujer, una falda. Me emociono. Una mano con pulseras brillantes. Una cabellera rubia. Si, es preciso mantener el anonimato con el portero; a ella no se le escapa una. Sin embargo, ahora que lo noto, esta mujer está subidita de peso como para ser Rebeca. El miedo me embarga. ¿Qué he hecho? Esa mujer debe estar identificándose como mi visita. Ahora abordará el ascensor. Dentro de poco sonará el timbre. ¡Dios, que no sea! ¿Abriré y me dirá “papito, toro de Acho”? Me sentiría tan ridículo, tan avergonzado, tan frustrado por no tener a mi Vice Presidenta entre los brazos, sino a una señora de hot line o una cocinera del Country Club. Comienzo a sudar, las palpitaciones se aceleran. ¡Que no sea Rebeca! ¡Que no sea mi Rebequita!


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Carlos Enrique Vargas Mera
16 de mayo 2007.

Texto agregado el 02-09-2008, y leído por 497 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-02-2010 Como autodidacta, quiero decir que me gusto bastante lo que acabo de leer Desde el estilo escritural, donde se hace ameno una historia llena de realidad, donde podemos observar el mundo a través de los ojos del protagonista Felicitaciones (P.D. gracias por la sugerencia) nico2008
 
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