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Cansado, se quita la corbata, tira el maletín sobre el sofá y se masajea las sienes. Ha sido un día largo y llegar a casa es cada vez un martirio mayor.

- ¡Sophia! ¿Dónde estás? – un ruido de botellas chocando lo llevó a la cocina, donde ella movía las manos nerviosa sobre el tope del fregadero. - ¿Qué hacías? – Sophia volteó su rostro hacia él. Sus ojos oscuros flameaban de coraje, su cabello negro llevaba más de dos días sin peinar, su traje de flores amarillas le acentuaba la piel y sus labios carnosos estaban transfigurados en una mueca de nausea.
- Probando la reserva, ¿qué más?
- Sí, olvidaba que vives agobiada con el estado de nuestra casa y su buena presentación. – contesto irónico señalando a su alrededor la casa desmantelada.
- ¡Ya me cansé!
- ¿Tú te cansaste?
- ¿Dónde andabas?
- Trabajando.
- Son más de las siete.
- No me digas que me extrañaste.
- Ya me cansé de tu falsa ironía y tu forma galante de andar por el mundo como si cada paso asegurara un segundo más de tu dominio total. Ya me harté de tomarte el tiempo del trabajo a la casa, demblando, sudorosa y nerviosa de que te desvies a andar por el mundo olvidando mi espera de caricias y amor. Esperando el momento en que salgas huyendo con otro pecado de piernas ligeras que suene a traición. Pero el corazón, maldito engreido, obstinado, inseguro se ancla a tu amor.
- Así que sinceros al fin, ¿eh? Pues yo también me cansé. Ya me cansé, de tus nervios ligeros, tu impotencia continua mirando el reloj. ¿Dónde esta la mujer que tu eras, la que me hablaba mirando a la cara y me sonreía, orgullosa del mundo, y segura de si? ¿Dónde esta la mujer que un día entre suspiros de llanto me dijo que sí?
- La mataste…
- ¡Ja! ¿Yo?
- La mataste el día que tu aliento hediento de alcohol murmuro entre las sábanas de otra mujer su canto de amor.
- ¿La maté? ¿Cómo se mata lo que ya está muerto? ¿Lo que se suicida a paso lento en medio del caos?
- ¡La mataste! La tomaste en tus brazos y la desangraste. Le sacaste el vivir en una sola ración. La mataste, la agobiaste, la dejaste sola en el medio de su hondo dolor. La mataste el día que la abandonaste entre sábanas de terciopelo y un nombre extraño que salió entre tus labios en medio de nuestra pasión.
- ¿Y me culpas? Me cansé de tus nervios ligeros, tu impotencia continua mirando el reloj. Me cansé de tus sueños lejanos, arrancados en medio del fango pudrientos de perdón. Me harté de tu mirada perdida entre el sufrimiento de otra noche intranquila, horizontada, estrujada, entre el candor de una obsesión. Me cansé de esperar que maduraras y dejaras atrás los celos enfermos que amargan tus días y mis noches continuas recordando la otra que conocí.
- ¿Lo aceptas? ¿Tan frescamente en mi cara la aceptas a ella?
- Sí... Pienso en la otra... la otra que conocí.
- ¡Atrevido! ¡Mal nacido! ¡Me engañaste! ¡Me mentiste al jurarme amor eterno! ¡Bastardo arrogante de poca moral! – Sophia arremetió sus puños pequeños contra el pecho de él. Tomándola facilmente por los brazos la pegó a su rostro y mirando sus ojos le susurró.
- Esa mujer que tantos celos te causa. Aquella, que te desvela en las noches... es la mujer que tu eras, la que sonreia, orgullosa del mundo, y segura de si. ¿Dónde esta la mujer que un día entre suspiros de llanto me dijo que sí? – Su murmullo la desarmó un momento y el silencio se regó como veneno por la habitación. Pero Sophia impulsada por el sufrimiento y el alcohol se soltó de sus brazos y dándole la espalda le volvió a reclamar.
- Está muerta. La mataste… el día que tu aliento murmuro entre las sábanas de otra mujer su canto de amor.
- ¿La maté? Sí, quizás esté muerta. Quizás la mataste, el día que olvidaste arrancarte del alma el rencor de un amor juvenil que te desangra las venas y no te deja ser la mujer hermosa y segura que conocí.
- ¡Tú la mataste! La mataste, la tomaste en tus brazos y la desangraste. Le sacaste el vivir... La mataste, la agobiaste, la dejaste sola en el medio de su hondo dolor. La mataste, el día que la abandonaste entre sábanas de terciopelo y el profundo sonido de un adiós.
- Si abrieras los ojos y dejarás tu letanía continua de cantante sin voz. – su voz no era más que un susurro en el espacio vacío entre los dos. - Si miraras de frente y vieras en mi rostro el deseo escondido de verte feliz. Si entendieras que te amo, más que a mi vida, que por eso he aguantado todos estos años de terrible traición. Porque yo sé lo que tus gritos esconden. Lo que tu cuerpo me oculta y enfría tu amor. Porque eso por lo que tanto me gritas, por lo que tanto me odias... no soy yo. Ya lo sé...
- Por dejarme, por abandonarme... – Insistió debilmente.
- ¡No! Me peleas, me gritas, me insultas porque cuando no estoy tienes miedo que haga lo mismo a lo que tu carne sedio.
- ¡Mentira!
- ¡No mientas más! Me odias... Porque soy la razón de que nada se diga. Porque es mi culpa que te ames a escondidas con aquel otro amor. Aquel, que se cola en tus días, que ha inrrumpido en nuestra casa y dejado sus huellas entre tu piel perfumada. Aquel, que hoy escondes en un rincón de tu corazón. Aquel... que hace dos días te ha llamado a escondidas mientras yo no estoy y entre excusas vacías de ha dicho adiós.

Texto agregado el 02-09-2008, y leído por 130 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
02-09-2008 Es una buena historia dónde finalmente la protagonista quiere tapar su propio engaño y su propia decepción. Un beso y mis estrellas. Buen relato. Magda gmmagdalena
 
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