Él estaba de pie, siguiendo sus pasos, tratando de llegar no a su cuerpo, sino a su entendimiento. ¿Por qué aquella mujer era incapaz de comprender la diferencia de la vida real de la imaginaria? ¿Por qué el no comprendía que ella misma tiempo atrás había eliminado las fronteras que separaban cada una de las partes? ¿Por qué ninguno de los dos era capaz de reconocer cuanto la vergüenza, la inseguridad, el temor al dolor habían mermado sus caminos, sus corazones, su espontaneidad para amar?
ÉL la llamaba, la seguía, buscaba calmar el mar de sus pensamientos, los de ambos; ella sólo se quería marchar, ya eso lo había vivido, reconocía las señales, nada bueno podía salir de ese momento, de ese sitio.
De repente ella dejó de caminar, y decidió que todo estaba bien, siguió su camino mucho más despacio, no importaba el destino; sólo temía que él se fuera, de pronto ya no se sentía tan fuerte, ni tan valiente; él preguntó sobre su presente, el de ambos, ella dijo que todo estaba bien, él no creyó sus palabras, no podía hacerlo, él quería asegurarse que todo estaba bien, pero las palabras de ella, y su actitud, no servían de ninguna ayuda.
La ciudad estaba viva; entre sus venas había un par de sujetos que estaban sentados conversando acerca de sus dolores, sus penas, sobretodo los esfuerzos que cada uno había puesto en sus propios asuntos, y en los del otro; pero la verdad es que ninguno de los dos era capaz de mirar lo que ocurría en el interior del corazón del que estaba a su lado.
Él tomó una decisión, dijo que lo mejor era no continuar, no seguir; alegó que no estaban preparados, que el tiempo aún no estaba a su favor, que a sus heridas aún les faltaba mucho para cicatrizar, dijo las conocidas palabras; “no eres tú, tal vez soy yo; no estamos listos; eres una gran persona, quedaremos como amigos”; él expuso su verdad, aceptó la realidad, simplemente no quería sufrir más.