El guardián de la Puerta ahora lleva coleta y brillantina y se le marca la pipa en la sobaquera. Para mi, sin embargo, tiene una sonrisa de conductor de telediario:
-Esta es la puerta que le está reservada- me dice muy directo-. Pase, caballero, pase...
Yo echo un paso a mis espaldas.
-¿Pero Vd. se cree que no he leído a Kafka?- respondo.
El guardián de la Puerta parece sorprendido. Seguro que no había esperado ésa. Por un instante, amenazador, tienta el sobaco. Luego, como si lo pensara mejor, vuelve a la sonrisa floja de locutor deportivo.
-¿Pero qué me dice, caballero? ¿Qué Kafka ni qué...? Pues no le digo que ésta es su Puerta. ¡La mismísima Puerta-Que-Le-Está-Reservada!
Noto que comienzo a vacilar. No quisiera que se me notara, pero algo debe aflorarme a la cara porque el guardián se vuelve más untuoso. Incluso llega a tomarme del brazo con un ademán débil pero insistente.
-Pero si yo le digo, caballero...
Dejo de oír su melopea dulzona. Sólo “caballero” por aquí, “caballero” por allá... No me empuja, pero avanzo hacia la puerta que, efectivamente, está abierta. (Es una puerta corriente. Sin más. Al otro lado no se ve nada).
-¿Pero a dónde...? –estoy a punto de entrar...
La puerta se cierra de golpe, casi en mis narices.
El guardián ha desaparecido. Doy media vuelta. Y otra vez espero.