A Homero Brocca.
Conocí al Dr. Cepeda en una de esas tantas reuniones. Nunca pensé que él me tuviera en tan alta estima, hasta la mañana del jueves 18 de marzo de 1956, en la que recibí el misterioso paquete que lo tenía como remitente.
Era un libro que contenía los casos que el atendía en una clínica ubicada en el barrio de Flores. Todos sus internos eran escritores que habían perdido la razón.
Estaba el caso de Lezzieri, que escribía sus libros utilizando las frases recortadas de una serie de otros libros previamente elegidos, e intercalándolas con tanta inteligencia que lograba crear un argumento propio.
Otras veces escribía un libro sobre otro, simplemente numerando las palabras sobre el libro original con el orden que debían de tomar para componer el nuevo libro.
Sus detractores argumentaban que eso no era escribir, a lo cual Lezzieri respondía que las palabras ya existían también todas previamente y que lo verdaderamente valioso era el arte de combinarlas, lo cual se extendía luego a las frases por una especie de propiedad transitiva literaria.
Manuel de Basterrica nunca escribió ni una palabra en el papel. El aseguraba que los libros se escribían en su cuerpo. El día de su muerte una enfermera descubrió al intentar cerrarle los ojos, cientos de líneas escritas en la parte interior de sus párpados. Los resultados de la autopsia posterior revelaron la existencia de al menos 15 volúmenes escritos en la cara interna de su piel, y un poemario en la de sus partes intimas, que no se alcanzó a descifrar completamente debido a que cierto desgaste producido por el frotamiento , había borrado algunos párrafos.
Un tal Roberto Weich, fallecido a la temprana edad de 19 años. Roberto escribía el diario de su vida, pero lo hacia a cada instante, de manera tal que vivía las cosas con exasperante lentitud dada la necesidad de ir redactando cada uno de sus aconteceres
“Ahora tomo la cuchara y revuelvo el café...”, “Quedó muy amargo, vuelvo a tomar la cuchara y añado otra cantidad de azúcar”. Todo esto hacia que Roberto aprendiera a manejarse solamente con la mano izquierda, ya que la derecha la usaba para ir escribiendo a medida que vivía... Lógicamente sobre sus últimos años el no dormía, ya que esto impedía redactar lo que estaba sucediendo. Murió de agotamiento, la ultima línea que escribió decía haciendo gala de una coherencia escalofriante “FIN”.
La curiosidad me llevo a tratar de conocer el hospital. Me dirigí entonces a la calle Boyacá, donde mi amigo me refirió que trabajaba.
Finalmente descubrí, que ninguno de estos casos era cierto, el libro que recibí había sido íntegramente pergeñado por Cepeda, que gozaba de un régimen de salidas especiales, y ocupaba la habitación 247 del pabellón oeste.
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