Abre la sesión y empieza:
-Se discute la Belleza.
Raro presente del cielo.
(Ramón de Campoamor)
LA LLUVIA
Se despertó el día triste, algo ceniciento. La luz no alcanzaba a iluminar la silla en la que reposaban mis galas de muerto. Eran las seis de la mañana y la rutina se levantaba con el despertador; no era un sueño.
Amalia dejó sonar las llaves como si fuera el alma o el destino el que llamara a la puerta, y se olvidó de echar el cerrojo a la cancela. Olvidos de vieja, no siempre la disciplina marca la pauta, más bien son las flojeras los patronos de la norma. Mientras explico la secuencia de este alborear de la mañana tengo que explicar que yo estoy muerto ¿Se habían dado cuenta?
El cortejo se preparaba con sus coronas de crisantemos y algún lirio malva, por eso de que es un color bondadoso y elástico. Los colores tienen sus tirantes, como la lluvia su tedio, sólo la tierra y el sol saben sumar sus componentes, medir el tiempo y la fragilidad del sueño. Los sueños son como la vida, o como las ilusiones, efímeros, pero intensos. En eso estaba pensando cuando llegó de pronto, dando consejos, Don Eleuterio. Este hombre, tan culto y leído, parece más un episodio que un ser vivo ¿Estará vivo Don Eleuterio? me preguntaba oyéndole -.
--- Pues nada, Amalia, el muerto está muerto ¡Qué vamos a hacerle!
--- Ya sé, Don Elu que la vida un día se acaba y... ¡El pobre...!
--- ¡No llores más, que ya bastante llora el cielo, Amalia !
Creo que están hablando de mí. Estoy totalmente seguro. Así que soy yo el muerto
¡Qué caraduras! ¿Estarán ciegos o sordos? No se darán cuenta de que estoy enterándome de todo. En eso estaba pensando cuando escuché todo el universo cantar en una sola gota de agua ¿No escuchan? Parece que no, que no oyen ¡Estos vivos! Y traté de darle un codazo a Don Eleuterio, aunque en realidad se merecía un coscorrón. El diligente de Don Eleuterio, más vivo que laborioso, ya estaba echándole el ojo al escote de Amalia, que se había puesto de punta en blanco para mi entierro, desbordando juventud por la abertura de la blusa como si fuera un balcón de rosados geranios ¡Qué delicia, Amalia, tiene el recuerdo! me dije - . Me quita todo el sueño y el descanso de muerto. Mientras pensaba en esto, seguía escuchando el latir del agua, con su impenitente goteo sobre el cemento. En ese improvisado concierto estaba cuando Don Eleuterio se abalanzó sobre las dos gracias rosadas de mi adorada Amalia, bebiendo sus pezones como si fuera agua bendita que cayera del cielo ¡Díos mío! me dije ¿Quién está más vivo que muerto?
En esto estábamos los tres cuando arreció la lluvia separando las emociones del momento. Mi Amalia escondió sus flores debajo de la blusa, y el Eleuterio se dispuso a buscar sus gafas. A mí la conciencia se me estaba empapando de absurdos con tanta lluvia ¿Quién me habrá adelantado a mi la hora? Con lo bien que estaba yo sentado en la butaca haciendo solitarios, mientras Amalia me preparaba la sopa, y algo más que me dejaba relamer haciéndose la distraída. Y qué alegría sentía mi Amalia, pareciera que se le eternizaba la emoción desparramándosele por la entrepierna. Ese contento le duraba toda la noche, como si fuera una fiesta. Aunque muchas noches me tenía en suspenso, pero era para que la buscara con ganas a la noche siguiente, y recuperar así las emociones perdidas. Esta mujer sabía hacerse desear como si fuera un refugio en noche de aguacero.
Y seguía lloviendo, como una letanía de tristeza. La tarde se desplomaba como un carámbano, casi tan helada como el muerto. Empezaron a llegar tantos paraguas que se llenó el camposanto de colores, como si hubiera reventado de pronto la primavera. Entre tanta coloración andaba yo buscando personas influyentes. Al fin y al cabo se trataba de mi propio entierro, y uno no se muere todos los días, afortunadamente ¡Qué solemnidad tiene el sepelio! Y allí estaba, contemplando a los otros, sin necesitarlos, pero con el oído atento. El mejor testigo siempre es el muerto, sin la menor duda.
Empecé a hablar en voz alta para que me escucharan todos, pero la lluvia amortiguó mi voz del mismo modo que mi visión se nubló al ver a Amalia alejarse, rodeada por los brazos de Eleuterio. Y es que tenía que convencerme de que estaba muerto o al menos imaginarlo, que viene a ser, poco más o menos, algo así como lo mismo ¡Qué poder tiene la imaginación!
Me quedé solo, debajo del aguacero y sin paraguas. No voy a tener miedo me dije - , si llueve es que la vida te sonríe, y eso es capaz hasta de levantarle la moral a un muerto. Empecé a caminar sin rumbo y sin pausa, para tomar distancia del duelo, sin alejarme de la lluvia tampoco que, terca y obstinada empapaba la existencia toda, sin separar a vivos y muertos, sin mutilar recuerdos, ni confundir su monotonía con los sueños. Por fin escampó, y se aclaró el cielo. La tierra quedó tan colmada de placer, como mi Amalia cuando la humedecía con mi lengua su oculto claustro, y le daba tanto gusto, que gemía, desbaratada, como si aullara el viento.
Despabílate, sal del estancamiento, -me decía a mí mismo -, que con el cese de la lluvia se acabó el entretenimiento, y hay que ocupar algún sitio, aunque no lo tengas muy definido por el momento. Y es que esto de morirse de sopetón, sin ninguna orientación ni consejo, es un estado en el que los vivos casi nunca pensamos. Con ese pesado fardo estaba, varado en los doblados rayos de un sol debilitado, cuando una ola de melancolía asomó, trayéndome hasta la ventana de mis ojos a mi Amalia ¿Qué le estará aconteciendo? Y la inquietud se cargó de celos ¡Ese Don Eleuterio estará de seguro bebiéndose mi vino, emborrachándose de placer en los rosetones de su pecho! ¡Ay, madre! A ese lo levanto de la cama moliéndole las costillas para que reniegue de mi Amalia. Se me paralizó el alma, pero no la voluntad, que la muerte siempre anda trajinando, y no es preciso vivir para sentir, que hay mucho vivo vegetando ¿Estaré muerto? Pero si hasta los calzones tiemblan con este miembro erecto, donde se me levanta también la dignidad misma de hombre de tanto pensar en lo vivido ¡caramba! Si hasta el mismo aire se alegra con el escaparate del recuerdo.
Ya empieza amanecer, como siempre, sin exigirle a la vida nada, con ese carillón casero de la simplicidad. El día y la noche es como una historia de amor perfecta, una pareja sin ambiciones, sin disposiciones ni preceptos, desnudándose al andar y comprendiéndolo todo ¡Qué complacencia! El sol y la luna se encargan del alumbrado público, sin pasar factura, y sin extrañarse de nada ¿Hará falta estar muerto para distinguir todo esto? ¡Cuánto ruido, cuánto disparate rodea a los que se creen vivos! Reflexionaba yo, conmigo mismo, cuando empezó a sonar el campanario. Tocaba a muerto. Y empecé a dudar de todo, y la noción de la vida se me hizo un fraude, embrollándose con el mundo y sus andares ¿Dónde estará el infierno? Yo, por el momento, me encontraba tranquilo, y sin angustia, solo algo desconsolado, - es verdad -, tengo que reconocerlo, por la falta de mi Amalia, y por todas esas caricias que me regalaba encharcándome el pecho de entusiasmos.
Las nubes comenzaron a inundar de nuevo el cielo; anunciaban agua. Cada vez que llueve hasta los muertos bailan ¡Me lo dirán a mí que estoy muerto, y bien muerto, pero tan empapado de agua, que escandalizaría al mismísimo Don Eleuterio con mi danza!
¡Ay, Amalia, cada vez que llueve me baño el alma de placeres! Es que soy como la tierra, como ese camino viejo y seco que lleva a la era ¿Te acuerdas? Tan cansado está ya, con su emoción a cuestas, que casi no puede volcarla en la corriente del río de esta vida, que en un descuido se me ha escapado, Amalia ¡Qué lejos está tu playa de arenas blandas! ¿Quién te construirá castillos con sus propias manos? ¡Dime, Amalia! ¿Quién te dibujará los sueños cerrándole las puertas al abismo? Y aunque estoy muerto, te amo tanto, como el secano ama a la lluvia.
Y su majestad la lluvia, seductora y vanidosa, de nuevo se dejó caer todo el largo fin de semana, impenitente, goteando su goce por todas las rendijas de las ventanas, como un intento de existir también, para enjuagarle el espejo al cristal de la vida, siempre tan empapado de nostalgias, y de paso servir de barco a la mirada humana, alegrándole la estancia hasta a los mismos muertos.
Cuando llueve, hasta el más allá se acerca, para que no se enfríe demasiado la noche y se refleje en la bruma algún sentimiento, y refrescar así un poco el aire de tantos sinsabores y resentimientos. El cielo siempre está adivinándole a la vida sus sufrimientos, por eso llora sobre la tierra, humedeciéndola toda. El cielo y la tierra están tan enamorados como lo estamos la Amalia y yo, y tan separados también, que el amor tiene su azar de obstáculos, con sus nubes traviesas jugueteando.
¡Cuántas cosas se me ocurren ahora que estoy muerto! ¿Valdrán de algo? Lloro y me emociono como si estuviera vivo, y la realidad de la vida se me vuelve más sensata y juiciosa. Se me mezcla todo con la muerte ¿Estaré en una segunda vida?
Sale el sol por el oriente, como si de nuevo me despertara escuchando la chicharra del reloj en el catre. Siento un vacío en el estómago ¿Tendré hambre? Tanto tiempo deambulando bajo la lluvia sin tomar nada caliente ¡Cómo me entonaba el cuerpo la sopa de mi Amalia! Esta mujer tenía la cabeza tan llena de plumas, que siempre andaba un ave revoloteando en la cocina ¡Truchas, Amalia! le gritaba -. Esta noche para cenar truchas. Y me iba con mi caña, tan campante, buscando el descanso silencioso del río, ese remanso donde las truchas se enamoran y, distraídas, picaban todos los anzuelos ¡Cuánta vida hay en el agua! Dentro y fuera. Y es que la vida está tan empapada de lluvia como lo está ahora mi Amalia de ganas de volverme a ver disfrutar con ella de contento. A ella le gustaba que la buscara, como a esa sopa que me preparaba, sorbiéndola toda, sin pudor, y a plena de luz del día. No sé si es la vida lo que me duele o el espejo del recuerdo ¡Qué zozobra! Aquí estoy, como Anacreonte, bebiendo la dulce miel del amor y de la vida, habiéndole perdido la apuesta a este destino traidor, que no tiene corazón ni entrañas ¡OH, poderoso Plutón, sácame de la barca de Carón, que no quiero cruzar las aguas que llevan a ese valle que jamás cruzó un ser vivo!
Aquí estoy, consciente, y en conciencia muerto ¡Quién lo hubiera dicho hace un par de días, cuando hablaba del presupuesto con el alguacilillo de la Alcaldía, y le insistía que el impuesto municipal había que cobrarlo sin derramas, que de la sequía del campo no tenía la culpa el pueblo! Fue morirme, y empezó a chorrear agua del cielo. Y ahora van a tener que rezarme todos. El alguacil una novena va a tener que ofrendarme como tributo, con su romería y todo. Y mi alma en esta placentera apacibilidad se queda, abriéndole el grifo al firmamento, cuando haga falta, que para eso es mi pueblo, y me acostumbré a respirar entre sus pinos, y a romper también las bardas de la voluptuosidad mientras aspiraba los primeros retoños bajando al castañar, temblándome hasta las manos de saber que la Amalia me esperaba, siempre bulliciosa, como la orilla del río, para mojarnos juntos, y sofocar ese rubor que dejaba la marca de la pasión en las mejillas.
Sigue lloviendo, empapando de recuerdos a vivos y muertos, escurriendo agua por todos los tejados, humedeciendo el tiempo, llorándole las heridas al desierto.
Alicia Cora
Septiembre, 2007
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