Marito con su traje impecablemente blanco y su tarro repleto de agua jabonosa. Marito y su trapero algodonoso enfundando un miserable chongo de escoba. Marito y sus diarios menesteres, trapeando el piso de los innumerables pasillos del hospital o limpiando los vidrios patinados de huellas de dedos. Marito y su voz aguardentosa, de la cual se despegaban con pasión las primeras notas de aquella canción que había creado la noche anterior y que la entonaba para mi, acaso porque era el único que se detenía a escucharlo, quizás porque en su prodigiosa imaginación me veía multiplicado en cientos de espectadores conformando una nutrida platea regocijada con su recital.
Cada mañana me detenía para hacerme saber de su nueva creación, algún bolero que emergía melodioso de sus labios regordetes engalanados por un bigotillo finísimo. La introducción eran unos cuantos silbidos, tras los cuales se desgranaban las estrofas que hablaban de amores malquistados, traiciones a destajo y encendidos juramentos. Una vez terminado su breve recital, me miraba con sus ojillos expectantes para escuchar mi veredicto. Yo, complaciente, le brindaba mis elogiosos parabienes y lo dejaba sumergido en su mundo de imaginarios fulgores. Así sucedió durante años, contra viento y marea, cada vez una nueva canción compuesta en sus noches solitarias, acaso mientras se preparaba su frugal comida en compañía de sus recuerdos y de su perro. Para mí era un misterio saber como podía retener en su mente tantas y tantas melodías inéditas, las que invocaba en cualquier momento, sin equivocarse ni en la letra ni en la melodía. Era un Wutlitzer humano que accedía gustoso a las peticiones que le hacían las auxiliares de enfermería, más por embromarlo que por otra cosa, puesto que se retorcían de la risa al escuchar su voz demasiado engolada. Pero Marito no reparaba en ello, para él era su público el que se extasiaba con sus temas, eran sus incondicionales y diletantes seguidores, quienes, reteniendo esa profusión de compases engalanados con aquellos versos inolvidables, iban formando el amplio surco memorioso en el cual se sembrarían para la posteridad sus inmortales canciones.
Cierta mañana no apareció Marito. Un muchacho macilento que parecía flotar dentro de su amplio traje blanco, realizó con parsimoniosa ineptitud las habituales labores de nuestro anónimo compositor. Cuando pasaba por su lado, echaba de menos los suaves silbidos y el tarareo desenfadado del frustrado artista. Fueron dos semanas de transición en mi espíritu desolado ya que había aprendido a apreciar al humilde hombre que se transfiguraba en artista para que lo escucharan cantar. Después de esos largos quince días, reapareció de nuevo Marito. Lucía más enflaquecido, su bigotillo nadaba sobre unos labios mustios y la piel de su rostro presentaba un tono amarillento. Supe que le habían diagnosticado un cáncer y que era muy difícil que se recuperase. De todos modos, aún guardó sus escasas fuerzas para seguir componiendo sus artesanales melodías, tamborileadas sobre las blancas puertas con sus dedos huesudos.
Un triste día de Junio lo acompañamos en su postrero viaje. Alguien le brindó unas apresuradas palabras de despedida, una enfermera colocó una rosa sobre su sencilla tumba, algunos agacharon su cabeza, como si con ello tratasen de espantar alguna lágrima rebelde y luego la tierra húmeda acogió a ese simpático gorrión que sólo alcanzó a sobrevolar las grises cotidianidades de aquel hospital…
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