Los antiguos dicen que los camellos llevan en sus jorobas, el dolor que la ardiente arena ejerce sobre sus lomos. Pero son como sus pulmones, habituados al oxigeno, el resentimiento que incuba en dichas cavidades, nudos y nervios, reprimidos deseos encendidos en sus labios, luego apagados en un cojín de carne, que con el tiempo se endurece hasta volverse una callosidad.
El mal se extiende invisible a los ojos, como semillas acarreadas por el viento, sembradas azarosamente sobre los obstáculos en el camino. Respiramos. El silencio sobre las miradas vacías, el odio empuñado por un deseo y perversión que no comprende la mente, si no hasta cuando la sangre ya ha sido vertida. Descendemos, o se eleva el cuerpo, para descender nueva e irremediablemente.
Algunos dicen que para ser realmente bueno, para librar la mente o el corazón de toda maldad, primeramente debemos haber abrazado la oscuridad por completo. En este sentido, el mal es la senda que nos conduciría a la pureza y viceversa el bien, engendraría todo mal concebible; sería tal el requisito fundamental para comprender la naturaleza de cada extremo.
Pero la maldad no nace con el hombre, el hombre la siembra para si mismo. A medida que avanzamos el polvo nos cubre, hasta que no queda más que el polvo mismo. Nos consumimos. Observamos.
Pero sería injusto crucificar al camello por llevar sobre su lomo, un objeto del cual, cuyo desarrollo, no es responsable. Infame sería torturar al camello por crecerle el cuerpo, fenómeno intratable parte de la naturaleza. Aun cuando puede que éste sea conciente que no debe comer de la hierba que crece en el oasis, porque la hierba no le pertenece, la hierba irreparablemente yace en su camino. La hierba le produce hambre, y es parte de la naturaleza alimentarse o aceptar su muerte por la no ingesta de alimentos. Entonces le pertenece al camello nada más que el dolor de no poder satisfacer sus deseos y aceptar las quemaduras, que el sol sobre su cabeza, le ocasiona en la carne, acribillada por las miradas del otro lado.
|