Perdonen que vuelva a mencionar aviones en una de estas columnas tan chatas. Perdonen que hable de volar alto, pero es lo que toca hoy en día, está de moda y qué le vamos a hacer si la moda y el aburrimiento mandaron, y mandan, y mandarán. Perdonen que tenga la cara que tengo, pero en las fotos no salgo favorecido ni por arte de magia ni por intervención de los ingenios pixelestéticos de Adobe. Perdonen, por último, que no me levante, como dice una vieja escribidora a quien yo copio ahora no por comodidad o mimetismo con ella sino porque ahí arriba hay una señal iluminada que me recomienda no hacerlo y yo quiero hacerle caso.
Porque, sí, voy a bordo de otro avión, esta vez desde Valencia a Sevilla, un CR9 con capacidad para 60 ó 70 personas (perdonen de nuevo pero, en las condiciones actuales, no me arriesgo a volver la cabeza para contar coronillas) operado por Air Nostrum pero vendidos sus asientos por Iberia. Porque, quizá ya lo imaginan, hoy no es hoy ni quizá ayer sino más probablemente anteayer, ese día en que llovió tanto y hubo tormentas en media España y en la otra media, si no llovía, al menos las alertas y el miedo climático nos dejaron los corazones como sopas.
Y ya estamos en Sevilla. O sobre ella. Eso acaba de decir hace un par de minutos el piloto por la megafonía. Ya casi estamos en Sevilla y lo ha dicho segundos después de que el avión comenzara a experimentar el baile de San Vito o corea de Sydenham. Lo ha dicho, estoy seguro, para tranquilizar a los pasajeros –“Señores pasajeros”– ante el tremendo mar de turbulencias en lo alto del aire, tan lejos de nuestro urbanizado y torturado aunque amado suelo. Y en ese momento yo he cerrado el libro que estaba leyendo y he cogido un portaminas que llevo en el bolsillo de la camisa y me he puesto a escribir esto en las páginas de créditos del libro, en su contralápida. A mi lado hay una señora que lleva un reloj de Maurice Lacroix con pinta de costar el sueldo de todo un año de tantos. La señora no me ha dicho ni buenas tardes cuando me he sentado a su lado, donde me tocaba, aunque yo sí he sido educado con ella. La señora no se inmuta ante los inminentes e inequívocos signos de Algo y, además, ha tenido el descaro de invadir mi mitad del apoyabrazos común y, cada vez que miro con indisimulada intranquilidad por la ventanilla, coloca su cabeza en medio para impedírmelo. Para que luego digan de la poca vergüenza de los jóvenes.
Paso de la señora adinerada y miro a las azafatas, que ahora se han sentado y amarrado a sus butacas como a sillones de tortura medieval, sólo les faltan las correas en la frente. A una de ellas se le ven las bragas pero no hace nada para impedirlo, lo que lejos de gustarme aun me pone más inquieto porque no estamos en una discoteca sino en un vuelo regional con problemas sobre una masa de nubes tormentosas que vamos a intentar bordear para así aterrizar de una vez en el aeropuerto de Sevilla, eso dice ahora el piloto por megafonía. Y yo cada vez escribo más rápido por si las moscas pero también para, ahora sí, esconder los nervios ante las descaradas miradas de la señora del Lacroix.
Dependemos del piloto pero también de la velocidad de las nubes. Hay poco que hacer frente a los caprichos de la naturaleza, o quizá sólo se trate de pequeñas travesuras de ésta versus nuestra osadía de querer someter lo imposible de someter. Entregamos el control a alguien que lo pierde por momentos ante lo inevitable y es entonces cuando sentimos que elegimos mal aquella papeleta que depositamos en la urna, que ante diversas posibilidades nos decidimos por una que nos pareció más buena, más bonita, más barata o, simplemente, fue la que se nos vendió con más fuerza o más ruido. Pienso que nada mejor que un mal aforismo para ahuyentar al temor y convocar a la risa. Pero no quiero pensar en la posibilidad fantástica de que el piloto se rinda ante la evidencia, o de que se venda y, por lo tanto, nos venda a nosotros a cambio de una nunca tasada riqueza en el Otro Lado.
Hay nubes sobre Sevilla como las hay sobre nuestro futuro. Aquéllas y sus aguas y sus rayos están impidiéndole aterrizar al avión en que viajo. También nuestro mañana viene cargado con pocas incertidumbres y sí con bastantes muestras de que nos espera más de lo mismo. Más decisiones arrojadas a una urna como monedas a la Fontana de Trevi, pero cada vez menos oportunidades reales de elegir.
Y mientras el CR9 emprende de nuevo el ascenso para probar otra ruta de aproximación menos cargada de problemas, la escritura se ralentiza y mi mirada vuelve a pasearse por la blancura de las bragas de la azafata. El blanco es otra posibilidad que siempre estuvo ahí en momentos de indecisión. Pero también pienso que detrás de todo blanco se esconde un océano de colores en el que casi siempre termina dominando el negro. |