Recuerdo a una mujer felizmente casada con un tipo magnífico. Él, médico; ella también. Alrededor de cincuenta años los dos. A él los calabacines le gustan pelados, de lo que ella se enteró tras una discusión tonta, después de dos años de matrimonio. Tres hijos, creo. Residen en Marbella pero son de Albacete.
Ella me dijo que una antropóloga le contó (o lo leyó en un libro suyo, no me acuerdo ya) que el cerebro femenino está preparado para realizar varias tareas a la vez. Por contra, el masculino, siendo quizá más eficiente aunque sin pasarse, es incapaz de concentrarse en más de una precisa labor en cada momento. Ella atiende a su trabajo pero al mismo tiempo piensa en la logística del hogar, en los hijos, su educación y su salud, en el marido, en esto y en lo otro. Piensa y actúa. Él tan sólo trabaja, o come, o lee un libro, o pasea. No tiene capacidad para más. Esto es así, por supuesto, en la generalidad de casos.
Sin embargo, los hombres seguimos sin reconocer el valor de esta capacidad femenina. Tiene que ser un legislador quien venga a imponernos algún tipo de reconocimiento, a exigírnoslo con una norma. Nos aprovechamos de nuestra fuerza y de la tradición. Convertimos nuestra tara fundamental, nuestra incompetencia, en ventaja, y nos quitamos de en medio. En ocasiones incluso nos compadecemos: si vivimos en una casa sucia, descuidada, es que ellas nos tienen abandonados. Mostramos de esa y otras maneras nuestra inseguridad y, lo que es peor, se la transmitimos a ellas.
Ayer vine de Madrid en un MD80 con 33 filas de asientos, más de 160 pasajeros. A la entrada en la bahía hacía viento fuerte y el avión se movió bastante en el viraje, aunque sólo duró un momento. Después el aterrizaje fue ejecutado con seguridad y elegancia. Suave como una caricia. Lógicamente el piloto es muy experto, y se llama Lidia. |