La literatura española se me hace muy aburrida. Echo un vistazo a lo que va saliendo y todo es tan… malo. Y que conste que en las librerías ojeo las novedades más de lo normal. En ocasiones tardo toda una hora, el tío de Rayuela o el de Luces mirándome de reojo para descubrir si lo que realmente quiero es mangarme un libro; y al final para no llevarme nada. Desde hace tiempo desdeño a las editoriales de bandera, por ser las más “vendidas”. Busco entonces las firmas, digamos, mierdosas; las que colocan pocos ejemplares pero son supuestamente casas de literatura para entendidos o para gente que gusta de los desafíos. Pero ni por esas. Prácticamente he abandonado ya. ¿Qué puede ofrecernos este país en cuestiones literarias? Antiguallas. Medianería. Subvenciones. Poco más y poco menos.
El panorama mundial varía, como es natural. A mayor número de escritores, mayores probabilidades de encontrar algunas perlas. Aunque tan escondidas que es labor de mineros dar con algo que merezca la pena. Y tampoco las revistas de literatura ayudan: se las espera como agua de mayo y la que no cierra termina “vendiéndose” más de la cuenta y, ya sabes, se macdonaldiza y la salud lectora de uno acaba corriendo serios riesgos.
Para quienes nos hemos incorporado tardíamente al asunto literario existen lagunas que los gurús al uso no remedian por tener que estar pendientes de ser los primeros en ensalzar/destrozar el último invento de, digamos, ¿Santiago Roncagliolo?, ¿Paul Auster?, ¿las cartas ocultas durante decenios de Canetti a su peluquero en Southampton?; o quizá estén ocupados anatomizando la lírica implícita en los dibujos que hacía Lorca para distraerse cuando iba al baño.
O sea que tampoco.
¿Qué hacer entonces? A mí no se me ha ocurrido otra que tirar de Internet. Cerrar los ojos y probar a hacerle caso a esos millares de lectores que escriben en sus blogs. Algunos con mejor fortuna que otros. Pero, al fin y al cabo, más fiables en conjunto que los medios impresos convencionales. Porque según el ciento y la madre de ensayos y artículos y digresiones, lo más seguro para no andar despistado por entre el proceloso mundo literario es atenerse a ciertos cánones, quizá rígidos, pero al fin y al cabo santificados por toneladas de opiniones favorables; te dicen que seas como El Corte Inglés y utilices en el siglo XXI pantallas de fósforo verde, producto contrastado y que no decepciona. Ello lleva implícita la desventaja de que no consigues cambiar de década, y aun con suerte de centuria, y terminas dando vueltas en remolino alrededor de las obras completas de un puñado de autores, pues también influye el factor gusto, que suele añadir capricho al ya muy cerrado conjunto de lecturas potenciales. Lees a Kafka. Lees a Borges. Lees a Bernhard. Te tragas el Ulises de Joyce. Te conviertes en incondicional de Virginia Woolf. Eres el fan número uno de Beckett y defensor a capa y espada de Calvino y Cortázar. Cerebralmente adiposo, te parece que ahora eres el Sursum Corda de tu provinciano barrio literario. Pero quieres más. Entonces lees a Camus, a Sabato, a Sartre y a Pavese, sin orden ni concierto. Faulkner no tiene secretos para ti y Nabokov y tú hicisteis la mili juntos. Eres ecléctico entre oligoteístas, grecorromano con taparrabos entre ayatolás que exigen pana y bufanda en lugar de burka. Pero quieres más. Sabes que alguien tuvo que hacer a Dios pero no te interesa la genealogía. Intuyes que algo se coció durante la Guerra Fría y a nadie le interesó continuar por esos derroteros. O quizá sí a algunos. Y entonces investigas. Como he dicho antes. En Internet.
Haces toc toc y preguntas: ¿Por qué se reedita a Don DeLillo? Y: ¿De qué va Submundo? Y más aún (temeroso, cobarde y disfrazado pero sinceramente intrigado y ansioso): ¿Quiénes son Walter Abish, John Barth, Donald Barthelme, Robert Coover, William Gaddis, William Gass…? Y…: ¿Pynchon? [capón], ¿DeLillo? [seria amenaza de excomunión].
Asombrado, lees a Gass: una suerte a lo Raymond Ceulemans sobre tapetes verdes te lleva a conseguir En el corazón del corazón del país y, literalmente, quedas asombrado. Luego caen La subasta del lote 49, Tan alemanes, Ruido de fondo. Y de ahí a descubrir en serio (y a, textualmente, estudiar) a David Foster Wallace, Bret Easton Ellis, Douglas Coupland, Jeffrey Eugenides, Tristan Egolf, Chuck Palahniuk, Adam Haslett, Rodrigo Fresán (a quien ya conocías y habías leído pero que no habías tomado realmente en serio), etcétera, etcétera; de aquello a esto sólo hay un paso y suerte con las librerías y horas de lectura y esas mismas horas más las que estarás recordándolas de regocijo intelectual, literario y de esperanza. Porque concluyes que la literatura no está muerta, hay células vivas en otros territorios aunque nuestro cuerpo español esté necrótico.
Te das cuenta de que verdaderamente hay una conspiración. Piensas que va a ser verdad aquello que decían Mulder y Scully, “La verdad está ahí fuera”, y que en lo literario enterarse de lo que vale la pena resulta tarea de Expediente X. Clasificado. Escondido. Silenciado por el gran grupo interesado en fabricar encefalogramas planos adictos a Ruíz Zafón o García Márquez, lo mismo dan brevas que churros. Sombras que putas poetizadas. Toda una pantalla de lirismo para tapar con basura olorosa la denuncia escrita sobre un mundo en el que la belleza está ausente.
Tú decides. |