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A principios de julio, una amiga, lectora empedernida en cuyo hogar el arte se vive con especial intensidad pues sus padres, taberneros de profesión, no ven la hora del cierre para correr a casa y entregarse a la pintura ella, la madre, o a la escritura él, el padre, me dijo como se dice ahora casi todo, a través de un email, pero entregándose a los énfasis de la negrita y la cursiva, que acababa de terminar de leer un ensayo de Ricardo Piglia, el profesor de literatura que Alan Pauls reconoce como el suyo propio, en donde se analizaban con un estilo y sesgo particulares diversas escenas de lectura dentro de la lectura. Esta noticia, que más que una reseña entre amigos constituye una especial forma de poner por escrito determinadas impresiones sobre los libros que leemos y también, por así decirlo, un ‘diario de lecturas’ escrito a varias manos en el que la privacidad cuenta menos que las ganas de comunicar descubrimientos enjundiosos y también sonoros avisos o advertencias sobre fiascos, me produjo la correspondiente compulsión de salir a la calle para buscar y comprar el libro ensayo de Piglia, ‘El último lector’, publicado por la editorial Anagrama, por lo que fui a la FNAC de Marbella, que me salía al paso a la vuelta de un viaje a la costa occidental de Andalucía. Naturalmente, en la FNAC lo tenían, allí tienen casi todo lo ‘ultimo’, a la vista y a un precio inferior al del editor, lo que me tranquilizó un poco y me permitió dar una vuelta por los demás estantes, circunstancia que provocó que terminara eligiendo otros títulos y no ‘El último lector’, pues al final la compra fue considerable y decidí dejar el libro objetivo para una ocasión posterior. Lo que, por una u otra razón, no pudo cumplirse, ya fueran cuestiones de presupuesto o un repentino desánimo para con la obra del argentino Piglia lo que las indujeran. Terminé así comprando en su lugar ‘Lecturas compulsivas’, de Félix de Azúa, en la paupérrima Feria del Libro de Ocasión instalada en el Parque de Málaga, quizá porque el título, también editado por Anagrama, parecía proclamarse como honroso sucedáneo del otro de Piglia. Acertase o no, mientras leía éste y otros libros en un hotel durante un corto período de descanso, el título de Ricardo Piglia emergió varias veces en la memoria como un absceso que reverdeciera en épocas de mayor temperatura, hasta que, una tarde, estando sentado al borde de una hamaca frente a la piscina, no leyendo ni pensando nada literario en absoluto, vi cómo una mujer joven salía del agua y se dirigía hacia una de las hamacas de donde cogió una toalla para secarse y de la que cayó al suelo un libro que al parecer estaba apoyado en ella. El libro era ‘El último lector’. Como no vi que la mujer se diera cuenta de la caída, y como además el título ya ejercía en mí una atracción caprichosa, me levanté, no sin antes advertir a mi mujer de las intenciones que me movían a ello, esto es, el libro y no ella, es decir, la otra, y me acerqué a la mujer y le dije que el libro se le había caído al suelo. Y, sin esperar a que ella respondiese algo o me diese las gracias, le pregunté, sin mayores preámbulos, cómo estaba el libro, de qué iba y si le había gustado o no. Temí por ello, de repente, haberme mostrado algo incivil, aunque no hubiera hecho ademán alguno ni con las manos, que tenía cruzadas a la espalda, ni con el mentón, a lo Spade, cualquiera de esos gestos hubiera resultado aún más descortés y no se me olvidaba que, al fin y al cabo, yo era un desconocido con el torso desnudo y ella una mujer aparentemente sola y en ropa interior floreada. Que no había podido pasar de la página quince, dijo, y sacó otro libro de una bolsa que tenía al lado, ‘Plenilunio’, de aquel jienense metido ahora a neoyorquino; y tampoco sé, añadió, si podré empezar este otro. No podría decirme si al principio había sido el estilo de Piglia, pero hojeándolo después de llegar a la página quince, pudo comprobar que éste hablaba o escribía sobre los mismos acerca de los cuales se escribe en todos los ensayos literarios más o menos comerciales, de Kafka (y ya había leído ad náuseam al propio Kafka, y lo que de éste dijeron Canetti, Vila-Matas y tantos otros, dijo), de Defoe (y ya había leído a Defoe y a Coetzee, dijo), de Dostoievski (y ya había leído como poseída al ruso y a Azúa, dijo, lo que quizá me confortó un poco), sorpresivamente de Gramsci (de quien prefería no hablar), de Borges (de quien se lo había leído todo por lo menos dos veces y sobre quien ya había leído lo que el mismo Piglia se empeñaba en invocar en su ‘Formas Breves’, ese libro sin pies ni cabeza, añadió), por no hablar de los sobrevalorados, aunque no por ello menos buenos, corrigió, argentinos, pero claro, dijo, Piglia también es argentino. Sólo le había gustado el capítulo sobre Ernesto Guevara porque lo conocía mal, ella, más bien nada, confesó, y por eso se lo había leído entero y se había imaginado al Che leyendo en aquel árbol de Bolivia, o haciendo marcha lleno de polvo hasta las cejas, hambriento y cansadísimo pero sin deshacerse de su lote de libros, ¿cuáles serían?, dijo en voz más alta. Hace falta tener la cara muy dura para publicar algo así por primera vez, quiero decir sin haberlo hecho antes en revistas o suplementos literarios o al menos como conferencias, dijo; de esta forma, aseguraba ella, había, cuando menos, la excusa del compendio, de la aglutinación que tanto gusta a los forofos, a los fans literarios; pero de esta forma se induce al error, a ella no le interesaban las consideraciones de Piglia acerca de determinadas traducciones antiguas del ‘Ulises’ de Joyce, puede que sea una forma didáctica de abrir el apetito a diletantes de la literatura que no lo hayan leído, que de esa forma pueden comenzar a considerar su compra o la petición en préstamo, incluso su robo, dijo; pero a ningún ‘ya experto’ literario, o aun sólo ‘semi’ experto, puede interesarle saber, por ejemplo, las veces que la mujer de Tolstoi copió los manuscritos del marido porque ‘ya lo ha leído de primera mano’, dijo. Todo eso, dijo, como argumento. Como canon, si Piglia quiere establecer algo parecido, muy personal desde luego, no necesita ciento noventa páginas sino tan sólo una o dos, y si lo desea adjuntando los motivos, también personales, que hayan influido en la elección de cada título y, si tiene tiempo para ello, por qué ésos y no otros, dijo. Lo contrario es una tomadura de pelo de doce o trece euros, y lo que es peor: una tomadura de pelo de alguien beatificado por los más prestigiosos críticos literarios, dijo. Confiamos durante años en algunos críticos, dos o tres o a lo sumo cuatro, y compramos religiosamente las publicaciones en las que ellos tienen su podio particular, muchas veces desdeñando casi toda la letra y yendo directamente a la opinión de aquel a quien consideramos el auténtico gurú, el incorruptible que no entrará en mercadeos infames con su opinión, dijo ella. Y la mayoría de las veces lo que esperamos es encontrarnos con ese comentario negativo, el vilipendio justo al último bodrio premiado por el dinero de los editores o la corrupción municipal, agradeciendo que de esa manera se nos elimine aunque sea un solo escollo en la constante búsqueda de lo auténtico y verdaderamente bueno, o menos malo, dijo. Pero un día ese crítico nos traiciona haciéndonos gastar un dinero y tiempo preciosos, puesto que ha puesto ‘por las nubes’ algo que ni siquiera tenía que haber salido de la pluma de quien lo engendró. Si a Piglia se le han acabado las ideas y ya empieza a dar muestras de querer contar su vida, al menos deberían avisarlo en la contraportada o en las reseñas literarias, dijo, no así, dándole además apariencia de novela y no de ensayo, que es lo que realmente ha terminado siendo, un ensayo descafeinado en el que párrafos enteros están copiados de los ‘Diarios’ de Kafka o de las ‘Cartas’ del mismo Kafka o de biografías más o menos autorizadas de otros escritores; eso provoca enemistades innecesarias y comentarios destructivos como éste que le estoy haciendo a usted, añadió ella. Como es natural, yo me había acercado a ella para pedirle prestado el libro, por supuesto pensando devolvérselo, pero simplemente la escuché hablar durante más de una hora, con la espalda cada vez más achicharrada por el sol y sus ojos, los de ella, cada vez más cerrados y llorosos por ese mismo sol, pues yo no se lo tapaba y éste le daba de lleno, sin servir para nada que intentara hacerse la visera con la mano; pero no se levantó ni yo me senté a su vera, en la hamaca libre de al lado, puede que por pudor o por un ánimo cruel que realmente ahora no consigo explicarme de comprobar hasta dónde era ella capaz de llegar perorando sobre literatura aun siendo incordiada por los rayos del sol. Hasta que me incliné, pasado ese tiempo que luego supe, por mi mujer, que fue una hora y le tendí la mano y dije mi nombre, lo que ella utilizó, la mano, para alzarse desde la hamaca y darme dos besos diciéndome a la vez el suyo. Luego le presenté a mi mujer y después a mis hijos. Comimos juntos ese día y ella no paró de hablar de literatura. Todos nosotros la escuchábamos asombrados por ese grado de erudición en una persona tan joven. Me regaló la novela del director cervantino que ella no había leído ni yo pienso leer, y se marchó del hotel al día siguiente.

Texto agregado el 29-08-2008, y leído por 89 visitantes. (0 votos)


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