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Inicio / Cuenteros Locales / Seiduna / Proyecto de relato abandonado por motivos obvios

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La certeza de llegar siempre tarde a todas las reuniones importantes, a todos los lugares en los que se cuece algo interesante; ya no es una sensación, el pensamiento no adquiere ahora tintes interrogatorios, no hay pregunta sino aseveración. Y quién es el responsable sino él mismo. No puede acusar a nadie de esas desmesuradas pérdidas de tiempo que solamente lo son ahora, cuando recapacita e intenta recordar y sólo encuentra manchas blancuzcas en la memoria, eriales de tiempo en los que ningún detalle se eleva sobre los demás; mesetas y valles de acontecimientos apelmazados bajo una gruesa alfombra que hoy no le sirven para nada.

Resolver treinta y ocho años así, chasqueando los dedos y pegando la punta de la lengua al paladar, los dientes de abajo hollando la espalda de los de arriba y los labios entreabiertos en una expresión de asco. Me he movido por las superficies de la vida, piensa. Ni siquiera he arañado su epidermis por miedo a que brotara sangre.

Da vueltas por las librerías. Algunas veces se está tanto tiempo, indeciso, que los dependientes empiezan a mirarle un poco inquisitivamente. Nadie permanece todo ese rato allí sin elegir algo o sin, al menos, hacer preguntas. Ellos no saben que su conflicto no consiste en desconocer autores o desconfiar de argumentos; el dinero tampoco es problema: podría gastarse allí en un rato lo que ellos no consiguen ganar en todo un año. No lo saben porque no le conocen; como tampoco ellos a sí mismos, piensa para consolarse.

Mira las solapas y, en su mayoría, ve caras de viejos. Jóvenes (que lo sean más que él) aún hay pocos. Pero todo se andará, aunque evite volver sobre este pensamiento como cuando era pequeño y dudaba sobre la autenticidad de la pureza de la Virgen. Tanto éste como aquél son tabúes autoimpuestos que le torturan; por ser dogma el segundo, el primero es sólo cuestión de tiempo que pase de mero escozor a grito salvaje en los mismos tímpanos.


Odia septiembre. Ahora que trabaja en casa la mayoría del tiempo, y que su profesión le permite disponer de la mayor parte del día, el verano se alarga sin que verdaderamente sea consciente de ello. Se levanta temprano, se afeita y desayuna. Pero no se ducha, ni siquiera se lava la cara. Permanece en pijama, sin camiseta, hasta bien entrada la tarde. Entonces se da un baño, se arregla y sale a dar un paseo con su mujer y su hijo.

Al lado del ordenador siempre tiene un libro. Cada día lee más, robándole minutos al sueño, a su familia, por supuesto al trabajo. Y la selección de lecturas es magnífica; resulta encomiable que no haya nadie, ningún mentor o entrenador literario, que la dirija o aconseje.

Se queda largos ratos mirando embobado las molduras del techo. Son blancas pero en varios sitios han ido amarilleando a causa del humo del tabaco. Esto lo fastidia; es incapaz de tomar una resolución con respecto a los pequeños problemas domésticos: luces que no encienden, puertas que chirrían, entarimados que crujen o grifos que gotean; nada de esto le es indiferente pero pasan los días y la degradación va entrando en su vida como arena del desierto, "o como el cáncer va adueñándose de cada una de nuestras vísceras", piensa y lo anota en una pequeña libreta de propaganda.

Una tarde, mientras su mujer se está arreglando para salir, enciende el televisor para evadirse unos minutos. Ve a un antiguo periodista que ha decidido cambiar de método para ganarse la vida, ahora enseña la polla y hace como que no se da cuenta de que le están viendo y haciéndole fotografías; después le invitan a programas y le pagan por hablar de ello. Su actual novia es actriz porno. Como un caballero, él la defiende de un antiguo novio que insinúa todo el rato que ella no es más que una puta. Sin embargo, a la supuesta puta no se la ve por ningún lado. Decide apagar el televisor; porque, además, ya escucha los tacones de su mujer bajando las escaleras y los balbuceos infantiles del niño.

Siempre van por el mismo camino, carril abajo y paseo abajo y luego a la izquierda, evitando el mal olor de la depuradora de aguas residuales. Pero los días son ya mucho más cortos, y cuando vuelven es casi de noche y una sensación de desamparo les invade callejeando a esas horas. Nada en sus vidas es precario, no hay peligros evidentes de salud ni, por supuesto, económicos. Pero el temor a las consecuencias del desorden les hará ir adelantando las salidas, o simplemente las suprimirán hasta el próximo verano.


Un día se levanta más temprano que de costumbre, pero no se afeita. Se toma el café y fuma dos cigarrillos seguidos, mirando por la ventana de la cocina. Se siente desasosegado y, sin en alguna otra ocasión pudo haber algo de pose en su comportamiento y actitud, ahora su proceder es tan sincero que incluso le causa un leve dolor en el pecho. Su mujer está yendo a rehabilitación muscular por las tardes, tiene dolores intermitentes y el médico le ha prohibido hacer esfuerzos. La chica que les ayudaba en casa se fue a principios de verano a trabajar en un supermercado porque allí ganaría más. La ropa sucia o limpia pero sin planchar se amontona, y la casa está hecha un asco. No invitan a nadie, a ninguno de los escasos amigos que aún conservan, por vergüenza de que vean el estado al que han llegado.

Pone la lavadora y comienza a planchar la ropa limpia. Para cuando su mujer se levanta, él ya ha tendido y planchado y está limpiando los muebles. Luego pasará la aspiradora por todos los rincones, fregará el suelo, en algunas partes incluso de rodillas, las puertas y los baños. Todo el día se le habrá ido en estas ocupaciones. Pero estará extrañamente feliz mientras las realiza. Se sentirá útil de veras. Y ante las sinceras muestras de agradecimiento de su mujer, él no cabrá de gozo. ¿Por qué no habrá descubierto antes el placer de las ocupaciones sencillas?

Por la noche, agotado, le hace el amor a su mujer. Con suavidad pero también apasionadamente, demorándose en cada mínimo acto, pagando una deuda que no creía contraída pero que ahí estaba, reclamada con silencios y medias miradas.

Al día siguiente, una fina película de polvo perjudicará la brillante visión del parquet recién lustrado.


Recibe una llamada de su jefe. Diversas tareas que, en su día, no se consideraron urgentes, por su propia dilación en realizarlas han ido convirtiéndose en inaplazables. Además se han añadido otras nuevas que lo mantendrán ocupado hasta, por lo menos, finales de septiembre. Quizá sea esto lo que esté necesitando. Una buena dosis de la llamada realidad para salir del estupor en que se encuentra inmerso. Promete ponerse manos a la obra y no agotar los plazos límite señalados.

Antes de colgar el teléfono sabe que no lo hará: perderá el tiempo, lo utilizará para otras cosas, lo agotará y, en el último momento, hará un trabajo mediocre, aunque adecuado para salir del paso airosamente. Esta gente no necesita más, piensa, refiriéndose no sabe bien si a su empresa o a los clientes.

Sin embargo, uno de los encargos sí resulta difícil, fuera de lo común. Se trata de adjudicarse un contrato con una administración pública, un contrato de mucho dinero. Debe redactar una memoria, convencer a los funcionarios de que la opción de su empresa es la mejor de todas las posibles, y además alquilar un local de condiciones, a priori, casi imposibles de encontrar todas juntas; por precio, dimensiones y ubicación.


Dos aviones y un tren de cercanías lo depositan en la ciudad de destino. Es más pequeña que la suya y no domina bien el idioma; sabe escribirlo, pero la pronunciación nativa le desconcierta a veces, haciéndole parecer estúpido.

Antes de nada, va al hotel a dejar el equipaje. En la habitación tiene que reprimir las ganas de desvestirse y echarse a leer, o a dormir, o a leer y después a dormir, cuando le venga el sueño. Pero logra dominarse y visita inmobiliarias; deja a los funcionarios para el día siguiente, porque estará más fresco.

Para su sorpresa, ya antes incluso de la hora de comer encuentra lo que necesita. Emplazamiento y metros son los ideales, pero el precio se dispara; sabe que no le aprobarán la operación con esas condiciones. Pide hablar con el propietario y le conciertan cita para el día siguiente a la misma hora.

Dedica la tarde a vagar por las calles. El tiempo es casi primaveral y en la ciudad abundan las librerías de viejo. El resultado de sus compras es, como de costumbre, magnífico, y la cena, en un pequeño bar con mesas fuera, situado en la linde de un pequeño bosque de eucaliptos, resulta también excelente. Desde allí, removiendo el café, llama a su mujer para saber del día y contarle el suyo. Se siente tan bien que terminan planeando una escapada a esa ciudad, un fin de semana que puedan dejar al niño con alguien. Pero ambos saben que nunca harán ese viaje juntos.


Los funcionarios públicos con quienes se entrevista son como todos los funcionarios públicos. La envidia les asoma bajo la piel, y por ello no se esfuerzan en esconder su desdén hacia lo que imaginan que debe de ser el tipo de vida de él. No obstante, parece caerles bien: sus explicaciones han sido escuchadas, han tomado muchas notas y les han gustado las referencias aportadas; sólo queda expresarlo todo bien sobre el papel. Uno de ellos se fija en el delgado libro que lleva en el portafolios, lo coge y lo mira con interés. "Es sudafricano", dice, "el escritor", aclara.

El propietario del local resulta ser propietaria: una mujer unos diez años mayor que él, elegantemente vestida y con aspecto de vivir acomodadamente. Él expone sus necesidades y los máximos a que puede llegar con la renta. Adereza su exposición con argumentos tales como la revalorización que experimentaría el local de estar ocupado durante los años previstos de contrato público. Ella escucha una tanto retirada. Están sentados en una cafetería cercana, el corredor inmobiliario los ha dejado solos. Él abre el portafolios y saca el bloc de notas de propaganda para apoyar sus palabras con gráficos y cálculos. Pasa las hojas llenas de garabatos hasta encontrar la primera libre. Evita bajar la mirada para no encontrarse con las piernas de ella, cruzadas y rozando la mesa. Pero la actitud de la mujer, aunque él esté acostumbrado a tratar con personas difíciles, le resulta hosca; ni siquiera se ha quitado las gafas de sol y no ha tocado la bebida; hace tiempo que el hielo se ha derretido y confundido con el otro líquido del vaso.

Necesita una rebaja sustanciosa, resume; si no, no podrán llegar a un acuerdo y tendrá que buscar otras alternativas. Ella comprende, lo muestra con un gesto de la cabeza. Hasta ese momento casi no ha dicho palabra y él, sin saber ya qué añadir, llama al camarero y pide otra bebida.

Entonces ella se inclina y toca con un dedo la libreta. "Escribe usted mucho", dice. No es una pregunta, no tiene ese tono, pero él siente que por ahí puede abrirse una rendija y responde: "Son sólo anotaciones, apunto cosas para que no se me olviden. Pero, sí, estoy acostumbrado a redactar: cartas, informes, memorias, ofertas. Es parte de mi trabajo". Ella se quita las gafas; tiene unos ojos verdes con vetas de miel, ojos dulces de los que parte una mirada irónica, fija; impostura, piensa él. "Ponga todo lo que me ha dicho por escrito", dice ella. "Hágame una oferta, exponga sus argumentos, los mismos que me ha contado y otros que seguro se le ocurrirán después, en la habitación de su hotel." Hay en la mención del hotel un atisbo de curiosidad, de saber más de él; quizá de cuántos días va a quedarse, de la categoría o la importancia que su empresa le da, de su libertad en gastos; quizá (pero esto es ir ya demasiado lejos, la literatura acumulada abona este tipo de suposiciones) haya también el intento de establecer un punto de referencia personal respecto a ambos: yo vivo aquí, en esta ciudad que ya conoces; tú en ese hotel del que aún no sé el nombre, ahí duermes, en la habitación cerrada el disfraz de negociador persuasivo y seductor se reduce a recuerdo, mis ojos sólo podrán imaginarte porque todo en ella será oscuridad, tendrás las cortinas cerradas a un mundo que no conoces bien.

Aunque bastante desconcertado por el tipo de propuesta, decide aceptar y conciertan un nuevo encuentro para más tarde, en el bar del hotel. Ella ya conoce, pues, su nombre.

Texto agregado el 29-08-2008, y leído por 79 visitantes. (0 votos)


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